06 agosto 2009

¿Es la hora del panindigenismo en las américas?



En un artículo difundido por ALAI, la politóloga peruana Mónica Bruckmann sostiene que el movimiento político indígena latinoamericano “ha dejado de ser un movimiento de resistencia para desarrollar una estrategia ofensiva de lucha por el gobierno y el poder, especialmente en la región andina de América del Sur”. Según Bruckmann, los pueblos y culturas indígenas que conforman la región andina se encaminan hacia una “unidad geográfica e histórica” gracias a que sus movimientos sociales han sabido crear espacios de coordinación y articulación. Su participación en diversos foros de debate y movilización política ha fortalecido la creación de redes de pueblos originarios en el Foro Social Mundial celebrado en Belem do Parà en enero de 2009, o con la fundación en 2006 de la Coordinadora Andina de Organizaciones Indígenas (CAIOI) en la ciudad de Cusco.

El elemento indígena se ha convertido en el centro del discurso y de la construcción de una visión del mundo que recoge los valores y actitudes de los pueblos originarios de América del sur. Los movimientos indígenas quechuas, ichwas, aymaras, mapuches, cymbis, saraguros, gumbinos, koris, lafquenches, urus, entre otros tantos, no se reconocen en los Estados nacionales ni en las repúblicas creadas tras las guerras de independencia americana en el siglo XIX, pues señalan la existencia de prácticas excluyentes y discriminatorias que no garantizan ni protegen sus derechos civiles y políticos.

Por esta razón plantean un sujeto político y un proyecto colectivo y emancipatorio que tiene como una de sus principales banderas la construcción en la región de “Estados plurinacionales” que defiendan los recursos naturales, energéticos y medioambientales, así como la protección de los derechos colectivos de las comunidades indígenas y el derecho a la autodeterminación de los pueblos. Su proyecto político se basa en la “unidad histórica y civilizatoria” del Tawantinsuyo incaico y en una democracia plebiscitaria que aborde las importantes reformas constitucionales que reclaman para sus países, como las que ya se están llevando a cabo en Bolivia o Ecuador. Ello debería permitir un proceso de “descolonización del poder” que acoja nuevas “formas de autoridad colectiva y autogobierno comunitario” como las planteadas en la década de 1990 por el Movimiento Zapatista en México.

Históricamente, la defensa de la soberanía de los estados nacionales ha llevado a justificar el no reconocimiento de los derechos colectivos de los pueblos indígenas e incluso a ignorar los casos de violación sistemática de sus derechos por parte de los estados. Por esta razón, la Declaración de Derechos de los Pueblos Indígenas,promulgada en julio de 2006 y aprobada por la Asamblea General de la ONU en 2007, constituye un hito en la consecución del derecho de los pueblos. Aunque la Declaración no es jurídicamente vinculante, representa un instrumento dinámico en las normas internacionales, que ayuda a proteger a los pueblos y comunidades indígenas contra la discriminación y la marginación de la que han sido objeto en muchos países del mundo.

Para el filósofo mexicano Luis Villoro, el reconocimiento del derecho de los pueblos debe hacerse en el marco de los derechos humanos básicos y sin que éstos entren en contradicción con los derechos individuales. La articulación de estos dos niveles de derechos requiere de una acomodación en el ordenamiento constitucional de los estados; ello presupone que se reconozca que cada pueblo conforma una “comunidad cultural consciente de sí misma”, cosa a la que aspiran las propuestas de autonomía incluyente planteadas en la actualidad desde diversos movimientos indígenas.

Según Villoro, “los pueblos indígenas, en Indoamérica, plantean una doble exigencia: autonomía para decidir respecto de sus formas de vida y participación en la unidad del Estado. La solución deberá hacer justicia a ambas pretensiones. No consistirá, por lo tanto, en la diferenciación de la ciudadanía, sino en la separación entre ciudadanía y nacionalidad dominante. Una ciudadanía común a todos los miembros de un Estado multicultural garantiza su unidad y no tiene por qué ser incompatible con el establecimiento de autonomías, con tal de no incluir en la ciudadanía ninguna característica inaceptable para cualquiera de los pueblos que deciden convivir en el mismo Estado.”[Luis Villoro, Estado plural, pluralidad de culturas, México, Paidos, 1998, p. 103]

Las propuestas políticas autonomistas se plantean en medio de una crítica y una ruptura respecto a la visión eurocéntrica que ha desembocado en la actual “crisis civilizatoria del capitalismo mundial” en el contexto de la globalización. Bruckmann opina que ello también coincide con la histórica lucha por la tierra de los pueblos indígenas americanos, basada en una relación profunda entre el hombre y la tierra como fuente de vida, en contraposición a la vieja visión colonial de explotación económica de la tierra y sus recursos. El trabajo esclavo en las minas fue uno de los principales mecanismos de exterminio de la poblaciones indígenas en el continente americano en la época colonial. Ello también legitimó el régimen extractivo primario-exportador en el que se basan las economías de países como Perú, en donde cien años de minería moderna en los Andes centrales (La Oroya) han dejado un legado de esclavitud de la tierra con un balance negativo para el medioambiente y la salud de sus habitantes.