"Creación de la luz", grabado de Gustave Doré
Traducción del catalán
Artículo del profesor Jordi Llovet, catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada de la Universidad de Barcelona, aparecido en su columna semanal Els vostres clàssics del diario El País, el 16 de octubre de 2008.
Benedicto XVI y la BibliaEl pasado 5 de octubre el Papa pronunció un discurso importante en el que dibujaba un panorama desolador para el futuro de Europa, del Cristianismo y del ser humano. En palabras suyas citadas por la prensa, “cuando el hombre elimina a Dios de su horizonte y se convierte en el propietario absoluto de sí mismo y en único dueño de la creación, se difunden el poder arbitrario, los intereses egoístas, la injusticia y la explotación, así como la violencia en todas sus manifestaciones, tal como lo demuestran los crímenes que cada día reportan los medios de comunicación”. Según Benedicto XVI, una posible solución sería leer más y mejor las Sagradas Escrituras, que recogen el mensaje consolador según el cual “el mal y la muerte no tienen la última palabra, sino que, al final, Cristo vence”.
Verdaderamente, existen razones para preocuparse de las consecuencias que ha comportado la laicización de Occidente: las jerarquías se han desprestigiado, por todas partes es motivo de mofa el principio de autoridad, y la gente no para de distraerse pensando que vivirán eternamente a excepción de los casos en que por una enfermedad muy grave, y sobre todo, muy dolorosa, el hombre piense que quizá sí, al fin y al cabo, todos habremos de morir.
Sin embargo, no tiene mucho sentido que el Papa se lamente ahora y nos diga que la solución es leer las Escrituras. No es el catolicismo (y no digo el Cristianismo) una religión de Libro ni de los Escritos Sagrados, o al menos ya no lo es desde hace mucho tiempo. En los primeros siglos de nuestra era, los padres de la Iglesia cristiana fueron personas de muchos conocimientos y muy amantes del saber, el estudio y la escritura, incluyendo, naturalmente, el estudio de la Biblia. Cuando tres siglos antes de Cristo los setenta y dos sabios judíos reunidos en Alejandría redactaron una versión griega de la Biblia, San Jerónimo lo tuvo más fácil, a caballo de los siglos IV y V, para verter aquella traducción, y tal vez también el original hebreo en el caso del Antiguo Testamento, a un latín casi vulgar que aun hoy en día se puede leer con unos pocos rudimentos de la lengua latina: se trata de la famosa Vulgata, la madre de las muchas versiones de la Biblia en lenguas neolatinas que se han hecho a lo largo de la historia.
Pero tanto el eclipse de la antigua sabiduría greco-latina que el período helenístico reforzó de manera más que admirable como el progresivo desconocimiento de la lengua de Roma por parte de los fieles comportaron para el cristianismo un olvido cada vez mayor del Libro en el que se fundamentan las tres grandes religiones monoteístas del mundo entero: la judía, la cristiana y la musulmana.
En medio de este panorama, solo faltó que en pleno Renacimiento, como una especie de respuesta furiosa a la emancipación secular del individuo y el enaltecimiento de la singularidad humana, Roma convocara al Concilio de Trento (1545-1563), que aun constituye la base del dogma cristiano en nuestros días. La Iglesia vaticana estaba enfurecida a causa de la Reforma de Lutero, y en lugar de imitar unas cuantas de sus prácticas litúrgicas (suprimir los iconos y la mitad de los sacramentos, aceptar el matrimonio de los clérigos y dar importancia a los coros, los cánticos y la lectura piadosa de los Libros Sagrados) cerró filas y convirtió a la Inquisición en una de las policías más eficaces y devastadoras de la Europa moderna, y encima, propugnó aquella cosa tan vaga llamada plegaria y el amor al prójimo, de este modo alejándose cada vez más de la vía del estudio y la lectura de la Biblia. Es triste decirlo, pero hubo un momento en que el catolicismo parecía una religión de analfabetos.
En el año 1520, el Papa León X había excomulgado a Lutero y condenado todos sus escritos –que casi siempre hablan de cómo debe acercarse la Biblia a los fieles– y, como es sabido, Fray Luis de León fue encarcelado por traducir a su manera (filológicamente muy correcta) partes de la Vulgata, en especial, el Cantar de los Cantares, y poco faltó para que quemasen vivo al Brocense por haber sugerido, con muy buen criterio, que los Reyes de Oriente no eran tal cosa, sino astrólogos o magos, cosa que hoy en día es casi un dogma de fe. Pablo IV creó la Congregación del Índice de Libros Prohibidos (el precedente de la Prefectura de la Congregación para la Doctrina de la Fe, a cuyo frente estuvo justamente Benedicto XVI antes de ser Papa); en este Index Librorum Prohibitorum fueron a parar, con el paso de los años, no solamente Copérnico, Descartes, Erasmo, Kant, Hume, Locke o Sigmund Freud, sino también por ejemplo el Manuel Biblique ou Cours d’Écriture Sainte a l’Usage des Seminaires de Brassac y Ducher, un libro docto y piadoso. Y así hasta llegar el año 1948, en que se publicó la última edición del infame Index y donde no faltan ni el humanista Rabelais ni el amoroso Stendhal.
Mientras tanto, los protestantes de toda clase así como los musulmanes de cualquier creencia continuaron aferrados a las Escrituras y fundaron ciencias tan admirables como la exégesis y la hermenéutica (de Schleiermacher a Heidegger y Gadamer, por ejemplo). Por encima de todas estas religiones, en tres mil años los judíos no han hecho otra cosa que darle vueltas a los sentidos interminables de la Ley, cosa que explica tanto la filología de Gershom Scholem como la filosofía de Walter Benjamin o la literatura de Edmond Jabès. Debo decir que lo siento su Santidad, pero me temo que sus advertencias en materia bíblica llegan demasiado tarde.