Franciabigio, Retrato de un joven escribiendo (1522) |
En el año 2008 el profesor Jordi Llovet se despidió de sus 43 años de vida universitaria con la publicación de Adiós a la universidad: el eclipse de las humanidades, publicado en 2011.
Pongo este resumen a disposición de mis amigos docentes peruanos, quienes están
a punto de celebrar asambleas estatutarias generales, según lo prescrito por la
nueva Ley universitaria promulgada en el mes de julio pasado.
Tuve la suerte de asistir a las clases de
Literatura Comparada del profesor Llovet en la Universidad de Barcelona; un año
después ocurrían en muchas ciudades universitarias europeas las protestas estudiantiles por el Plan Bolonia, que es como
se conoce a la normativa que implantó el Espacio
Europeo de Educación Superior, y en cuyo proceso nuestro
autor tuvo un protagonismo relevante que queda bien documentado en este libro. Jordi
Llovet fue pionero en los estudios de Literatura Comparada en Cataluña, y por
eso narra el difícil encaje de éstos en una institución universitaria aquejada por
la segregación de las facultades de Letras y sometida al dictamen burocrático de
agencias pedagógicas como la inefable ANECA (la agencia española que evalúa la
calidad y las acreditaciones en la educación).
Este libro reúne “un conjunto de reflexiones que pueden ser útiles para hacer más dignas las condiciones en que se desarrolla la vida de los estudiantes universitarios y el quehacer de los profesionales de la enseñanza superior y de la educación secundaria”.
Adiós
a la universidad nos permite dar una mirada al estado actual
de las humanidades en la educación universitaria y vislumbrar cuál será el
destino de los conocimientos acumulados por la cultura y el pensamiento en
Occidente. En una época de agendas neoliberales, con el triunfo del individualismo
acendrado limitado a los análisis de coste-beneficio, no es de extrañar el
actual declive de los estudios de humanidades en el ámbito universitario, el cual
han analizado Llovet y otros académicos de ambos lados del Atlántico.
Una definición fundamental merece ser citada aquí. ¿Cuál
ha sido la función de la educación en los últimos veintitrés siglos de
civilización?:
“En el siglo IV aC, Aristóteles había escrito que el propósito fundamental de toda educación debía de ser el de crear hombres instruidos, educados en la virtud y capaces de satisfacer determinadas necesidades propias de toda sociedad. Estas tres determinaciones de la educación –el progreso del conocimiento, una buena preparación para la justa observación de un código de conducta social, moral y religiosa, y el adiestramiento para realizar tareas profesionales cualificadas– parece haber sido el trasfondo programático sobre el que debería discurrir la vida universitaria, sus planes de estudio y su incardinación en la vida social.”
El autor remarca que este
ideal en realidad solo fue alcanzado en algunos momentos de la historia de la
universidad europea, especialmente en el período humanista, y muy
particularmente en academias privadas en las que se educaba la aristocracia,
durante los años de la Ilustración, también en academias
parauniversitarias, y por último, en la
universidad alemana inspirada en el modelo de Wilhelm von Humboldt. Esta reforma
universitaria del estado prusiano fue la última en ser exportada a muchos de
los países del continente europeo. No obstante, Llovet lamenta que, con el malogrado
Plan Bolonia, será difícil que retornen las pautas humanísticas que
determinaron la formación de las élites culturales de Europa desde los tiempos
de Roma hasta mediados del siglo XX.
Seminarios
y cursos propedéuticos
La universidad alemana del
siglo XIX fue innovadora al introducir dos tipos de cursos: por una parte los cursos
propedéuticos (en los dos primeros años de la carrera), y por otra, los
seminarios, que fomentaban la discusión entre profesores y alumnos y
estimulaban la investigación en cualquier rama del saber, todo ello asignando
un papel fundamental a la Filosofía y las Letras. Para estos estudiosos, el fin último y bien
máximo de la universidad era “el arte de
la crítica, de la discriminación entre lo verdadero y lo falso, lo útil y lo
inútil, y la subordinación de lo más importante a lo que no es importante”,
en palabras de Fichte.
Para Friedrich
Schleiermacher (1768-1834, teólogo
alemán y padre de la hermenéutica moderna), el ideal de la erudición requería mucho
estudio y “solo entonces se podría adquirir la habilidad de realizar
investigaciones, alcanzar la innovación y presentarla a los demás al tiempo que
se genera conocimiento gracias al estudio de las cosas por sí mismas”, y ello
constituye la tarea fundamental de la universidad. Sin embargo, Llovet observa que
ya entonces el pensador alemán advertía sobre los efectos del predominio del
“espíritu profesional” en las facultades universitarias, que conducía a una
estrechez en el conjunto de los estudios.
La
inversión del valor entre los pragmáticos y los sabios
Llovet constata que en la
actualidad las profesiones que vinculan a la universidad con la sociedad dentro
de los parámetros de su progreso económico y su bienestar material forman un
ramo privilegiado (economistas, abogados, médicos o ingenieros, frente a los --menos
valorados-- docentes, filósofos, artistas, músicos, o curadores de ediciones,
por citar algunos ejemplos).
Pero al analizar la relación entre las distintas ramas del saber, de la sociedad o la política, o entre las maneras de ordenar el trabajo a lo largo de la historia de Occidente, Llovet explica que:
Pero al analizar la relación entre las distintas ramas del saber, de la sociedad o la política, o entre las maneras de ordenar el trabajo a lo largo de la historia de Occidente, Llovet explica que:
“en Grecia, Roma, la Edad Media, el Renacimiento, la Ilustración, o en tiempos de los primeros románticos, los filósofos, hombres de letras, profesores, artistas o eruditos no eran vistos como un grupo de personas indeseables, ni se pensaba que los profesionales “pragmáticos” fuesen tan valiosos como hoy en día se les considera. Ocurría más bien todo lo contrario: no olvidemos que la palabra negocio es una forma negativa de la palabra latina “ocio” (nec-otium); el buen ciudadano romano […] era aquel que se dedicaba a actividades intelectuales o legislativas –no siempre pagadas– y en Roma se consideraba una verdadera desgracia que un ciudadano libre tuviera que dedicarse a lo que todos los jóvenes de hoy quieren dedicarse, con maestrías incluidas, es decir, a los negocios y a ganar dinero: Beatus ille qui procul negotiis… (El verso inicial del poema de Horacio “Feliz el hombre que alejado de los negocios…”). Los ciudadanos romanos que se dedicaban al estudio, a la filosofía o a la literatura eran considerados la flor y nata del ordenamiento social de su tiempo y recibían un calificativo que aún hoy empleamos para designar las obras de calidad que provienen de la tradición: las llamamos “los clásicos”, una denominación que deriva de la forma en que se llamaba a los ciudadanos romanos de primera categoría, siempre ociosos, los classici”.
Llovet describe acuciosamente
(en virtud de sus amplios conocimientos como editor de las obras de Kafka,
Canetti, Flaubert y Baudelaire), el papel de los intelectuales en las
sociedades posteriores a la Revolución Francesa y señala la paradoja de que sea
justamente la democracia el sistema político que ha sido el menos favorable a
la proliferación de la intelectualidad. Para ello cita los escritos de Gustave
Flaubert y la defensa de la libertad de espíritu que éste hace
en su obra Razones y osadías. En el
siglo XIX se viven tiempos de “inflación del mito del Progreso”, un rasgo que
caracterizó a las revoluciones burguesas de 1848 en Europa, y que “atentaba
indisimuladamente contra aquello que debería estar presente, sin ninguna
excusa, en cualquier régimen democrático verdadero: la soberanía intelectual de los ciudadanos considerados
individualmente, y no a paladas, o peor aún, transformados en masa”.
Ya en el siglo XX, Elías
Canetti también postularía que al escritor, y por extensión, al intelectual, ya
no le quedaba otro papel que el de ser “custodio de las metamorfosis”. Por eso
Llovet opina que “el mejor servicio que
la universidad puede prestarle a la sociedad en el momento histórico presente,
y sobre todo en las facultades de letras, sería simplemente convertir a los
estudiantes en personas suficientemente pertrechadas intelectualmente para
poder hacer frente a la amenaza de disgregación de la soberanía intelectual que
planea por encima del individuo contemporáneo”.
¿Ciudadanos
con discernimiento en la sociedad tecnológica?
En este contexto, Llovet se
felicita de que en Europa hayan nacido en las últimas décadas una serie de
instituciones parauniversitarias o extrauniversitarias “en las que se practica
una genuina pasión por el saber que es muy superior a la que hoy permite la
vida universitaria en las facultades de Humanidades.” La lista de museos,
institutos, centros de cultura contemporánea, talleres de artistas y espacios
comunitarios para la práctica del arte es interminable y permite abrigar
esperanzas por ver resurgir los estudios de humanidades desde una
iniciativa ciudadana.
Aquí Llovet no ahorra
críticas a los dirigentes políticos de
España en materia de educación pública (especialmente en los campos de la
lengua, la literatura, la historia y la filosofía) por mostrarse excesivamente
“complacientes” en el uso de los medios audiovisuales y por “menospreciar el
propio lenguaje y todas sus posibilidades”. Y nos recuerda:
“No es necesario remitir a los lectores a los grandes filósofos del lenguaje del romanticismo alemán, con Humboldt en primer lugar, para asumir que es difícil creer en la existencia de cualquier tipo de conocimiento racional fuera de las categorías lingüísticas; pero esto es lo que ha ocurrido en las últimas décadas, un fenómeno que parece, de momento, irreversible. Han emergido supuestos campos de un supuesto saber que se encuentran del todo desvinculados del lenguaje, y al mismo tiempo, la práctica y los métodos del saber fundados en el valor epistemológico, discursivo y dialéctico, tanto de la lengua como del habla […] (piénsese en el estudio de la literatura, en el terreno de la pedagogía, pero también en el campo de la psiquiatría), han perdido crédito”.
En cuanto a la introducción
en la educación a las nuevas tecnologías de la información y la comunicación
(TIC) y su alcance o eficacia en las sociedades democráticas (hoy llamadas
sociedades abiertas por oposición al viejo orden aristocrático, de carácter
cerrado socialmente), nuestro autor no puede ser más ilustrativo al darnos la
siguiente perspectiva histórica:
“Al costado de la aceptación de estos nuevos instrumentos, aparece la defensa indiscriminada y banal de la democracia como garantía del acceso universal al saber: una falacia. Es imposible construir una democracia sólida, perdurable y solvente sin tener presente que, antes que nada, la democracia debería ser el régimen político que asegurase el buen funcionamiento de la res pública (cosa pública) sobre la base indefectible de la soberanía intelectual de todos y cada uno de los miembros de una sociedad. Hace más de un siglo y medio que la democracia ha dejado de honrar este a priori, pero […] el hecho que las democracias contemporáneas se hayan desvirtuado no le resta ni un ápice de verdad a la aserción que acabamos de formular. Sin una ciudadanía emancipada desde el punto de vista intelectual, toda democracia tiende a la plutocracia, a la burocracia o a las diferentes o más sutiles formas de totalitarismo”.
Vemos así como la cultura de
masas, multiplicada exponencialmente a través de Internet, ha llegado a
producir lo que podríamos denominar la civilización del “ignorante
informado global”; en ella se persigue mantener al público entretenido y presto
a participar ávidamente de la sociedad de consumo promovida desde los medios de
comunicación, y para quienes hoy se añaden los encantos de Internet y todos los
artefactos teleinformáticos que se requieran para estar “conectados al mundo“ y
librarnos así en familia a espectaculares pulsiones consumistas.
Jordi Llovet alerta de la desaparación de las competencias lingüísticas en la era del homo technologicus y propone "el retorno a una pedagogía centrada en el lenguaje y en todo lo que ésta es capaz de generar --literatura, elocuencia, moral, filología, filosofía, hermenéutica y discurso histórico". Todo depende de qué civilización y qué cultura deseamos para las próximas generaciones o si nos contentamos con el panorama que hoy se dibuja, y que ha terminado por afectar el discurso público hasta reducirlo al nivel de las disputas de tráfico.
Jordi Llovet alerta de la desaparación de las competencias lingüísticas en la era del homo technologicus y propone "el retorno a una pedagogía centrada en el lenguaje y en todo lo que ésta es capaz de generar --literatura, elocuencia, moral, filología, filosofía, hermenéutica y discurso histórico". Todo depende de qué civilización y qué cultura deseamos para las próximas generaciones o si nos contentamos con el panorama que hoy se dibuja, y que ha terminado por afectar el discurso público hasta reducirlo al nivel de las disputas de tráfico.
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