11 abril 2016

Lecturas sobre la utopía tecnológica (I)

Vista de Hong Kong y el Victoria Harbour, Haydn Hsin, Wikimedia

A medida que se hace más patente la crisis estructural del sistema capitalista, surgen estudios sobre los nuevos modos de organización y producción social regidos por la utopía de las nuevas tecnologías y su transformación radical de los modos de producción material y los mecanismos de acumulación de rentas de monopolio. En una era de economía de mercado poscapitalista, y tras las crisis financieras mundiales ocurridas en la primera década de nuestro siglo, están haciendo su aparición distintas respuestas políticas y económicas cuyas teorías son todavía de reciente aplicación y no han sido aun lo suficientemente estudiadas.

De particular interés resultan los bienes comunales, una configuración de estos nuevos modos de organización, que a menudo recibe el nombre de “procomún”, voz proveniente del término inglés the commons, empleado antiguamente para designar a las clases bajas (de ahí la distinción entre la Cámara de los comunes y la de los señores, o lores, en el sistema político inglés); además de designar al colectivo, se entiende, por extensión, que los bienes o recursos de uso público también conforman el procomún, que no son propiedad exclusiva de nadie y que de ellos se deriva una utilidad pública inherente.

Un resumen de las diferentes corrientes y teorías propuestas a partir del concepto de “tecno utopía” ha sido recientemente publicado por Kevin Carson, investigador senior de la escuela anarquista del Center for a Stateless Society, en el blog de la FundaciónP2P, del cual ofrecemos aquí una traducción con las ideas y propuestas más resaltantes y que según el parecer de Carson pueden ser consideradas o bien utopías auténticas o bien falsificaciones.
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Según Nick Dyer-Whitford, la utopía tecnológica desciende directamente del concepto de “sociedad postindustrial” acuñado como consecuencia de las tesis sobre el fin de las ideologías del sociólogo estadounidense Daniel Bell en la década de 1960. Bell señalaba que la prosperidad de los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, con la institucionalización de la negociación colectiva en el ámbito laboral y del Estado de Bienestar, habían desaparecido los conflictos de la época anterior. La sociedades industrializadas de Occidente presentaban un modelo socioeconómico exitoso hacia el que debían converger todos los otros experimentos, incluidos los del mundo “en vías de desarrollo” y los del “socialismo [real]”. Se consideraba que esa era la condición para  llegar al “fin de las ideologías”, lo que por lo general significaba poner fin a cualquier alternativa al capitalismo liberal.[1]
Bell pensaba que en la era postindustrial el conocimiento sería el “recurso central para la producción de riqueza” en una economía de servicios en la que prevalecería el trabajo profesional y técnico, en su mayor parte realizado por científicos, ingenieros y administrativos que constituirían una nueva clase situada principalmente dentro de las estructuras de Gobierno y en el ámbito académico, puesto que poseían las destrezas y virtudes intelectuales requeridas en un entorno de complejidad y tecnificación crecientes. Con ello se alcanzaría una época de prosperidad e integración racional que nos liberaría de las carencias materiales, las crisis económicas y el conflicto de clases que caracterizaron la era industrial. Según esta visión, el conocimiento sustituiría a la fuerza de trabajo y al capital para erigirse en el factor principal de la producción, mientras que el conflicto entre trabajador y patrón sería superado gracias al surgimiento de una nueva clase de profesionales “con base en el conocimiento más que en la propiedad”. Para la realización de esta utopía existía, sin embargo, un enemigo: el radicalismo político.

Esta visión fue adoptada casi textualmente, a finales del siglo veinte, por los ideólogos del movimiento progresista. El progresismo tiene su origen en una ideología compartida por los gerentes y profesionales que a finales del siglo XIX administraban cada una de las grandes instituciones de la sociedad (desde las corporaciones, las agencias reguladoras y las universidades hasta los gobiernos municipales, los sistemas de educación pública y las fundaciones), que [según los anarquistas] fueron creadas para el sometimiento social.

Los primeros gerentes corporativos fueron educados en el ámbito de la ingeniería industrial. Para ellos, las grandes empresas u organizaciones debían ser racionalizadas de un modo similar al adoptado en los procesos de producción de una fábrica (de allí deriva el término “engineering” en inglés, cuando este alude al enfoque de estandarización y racionalización de las herramientas, procesos y sistemas en una organización).[2]

Taller de Hewlett Packard en Palo Alto, California. Fuente Wikimedia 

Para los progresistas industriales, cuando los expertos en alguna materia actuaban de manera desinteresada era posible superar los conflictos políticos y de clase, de un modo muy parecido al que a su vez propondría el liberalismo postindustrial. Por entonces, el método de organización del taylorismo y su “gestión científica” se encontraba en pleno auge como modo de suprimir los conflictos laborales en las fábricas mediante el empleo de los trabajadores cualificados como sustitutos de los ingenieros expertos en la dirección del trabajo. Los ingenieros mecánicos abordaban la agitación laboral y las desavenencias políticas como si se trataran de una incidencia en la maquinaria, un fallo técnico que debía superarse con éxito. Para la maquinaria organizativa, cualquier perturbación en su funcionamiento debía ser vista y elaborada como si esta fuera una incertidumbre problemática. (Shenhav:1999)[3]. Según Christopher Lasch, la nueva clase gerencial se propuso abordar los conflictos con las herramientas de la ingeniería social empleadas por administradores expertos, liberales y desinteresados, capaces de considerar cualquier problema en su totalidad, y fundamentalmente, como una cuestión de recursos, los cuales debían ser adecuadamente asignados y conservados por ellos.[4]

El enfoque profesional de los progresistas industriales reflejaba “una cultura pragmática en la que los conflictos quedan difuminados cuando se consigue la resolución de las diferencias ideológicas” (Shenhav). Al igual que ocurría con los ingenieros industriales décadas más tarde, la posibilidad de una “lucha de clases” les espantaba, y veían más bien en la “eficiencia” un medio para alcanzar la armonía social haciendo que el interés del trabajador coincidiera con el de la empresa. Esta teoría progresista se reforzó con el fin de las ideologías y el advenimiento de la era postindustrial, la cual será igualmente aplicada en la formulación de las varias facetas de un capitalismo tecnológico a partir de la década de 1990.

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Las tesis postindustriales de Daniel Bell convergerán, en la década de 1970, con el surgimiento de las redes de comunicación digital y la revolución del ordenador personal. De esta época datan los trabajos de Alvin Toffler y John Naisbett que proclamaban una revolución digital caracterizada por unas transformaciones sociales sin precedentes. La idea de una información totalizadora y ubicua como garantía para la difusión de toda clase de conocimientos hace su aparición como una variante del capitalismo utópico liberal, que también se aparta del antagonismo de clase. Esta transición hacia una Tercera Ola del capitalismo de la información (como argumentaba desde su título el libro de Toffler publicado en 1980) deberá ser pacífica y ofrecer unos resultados de suma positiva, haciendo que la vieja lucha de clases termine por tornarse irrelevante (Dyer-Witheford). ¿Pero quién posee la información -–como recurso creador de riqueza-- de un modo parecido a como se poseen el suelo o los bienes activos? Para Nick Dyer-Witheford  “la generación de riqueza depende cada vez más de una ‘economía de la información’ en la que el procesamiento material es sobrepasado o subsumido en el intercambio y la correspondencia de datos que es propio de la información digital.[5]

Las tesis postindustriales han sido resumidas por Manuel Castells del modo siguiente:
  1. La productividad y el crecimiento tienen su origen en la generación del conocimiento, lo cual se hace extensible a todos los ámbitos de la actividad económica a través del procesamiento de datos.
  2. Este cambio en la actividad económica comporta pasar de la producción de bienes a la entrega de servicios.
  3. La nueva economía da una mayor importancia a trabajos para los que se requieren unos conocimientos e información abundantes y en las que las ocupaciones técnicas van en aumento más rápidamente que otras, hasta llegar a constituir el núcleo de la nueva estructura social.[6]


El nuevo sistema de creación de riqueza profetizado por Toffler se basaba en el intercambio de datos, información y conocimientos, y se realizaba de un modo mucho más vital y acelerado que en el caso de la riqueza generada por la tierra o la fuerza de trabajo. Y una vez más, estos conceptos posindustriales se encuentran en la “Nueva Teoría del Crecimiento” de Paul Romer: la principal fuente de crecimiento no depende de la simple agregación de inputs de recursos materiales o de trabajo sino del desarrollo de unas ideas mejoradas –-replicables sin ninguna limitación--  para conseguir un uso más eficiente de la misma cantidad de recursos y de trabajo.[7] 

El problema con todo esto reside en que, en ausencia de un agente que ejerza coerción, todo aquello que es efímero termina por crear deflación (puesto que el conocimiento hace que se reduzca el input de los materiales requeridos para la producción). La única manera que existe de transformar esta mejora de la eficiencia en riqueza (monetaria) es impidiendo que los competidores puedan difundir estos beneficios, reduciendo los precios de las cosas y poniéndolas al alcance de todos.

De allí la necesidad de restringir el acceso al conocimiento si se quiere hacer de este un recurso generador de riqueza (o capital). El acceso restringido a una propiedad se consigue delimitándola. Es la única manera en que esta puede generar alguna renta: mediante el pago de alguna clase de contribución a cambio de acceder a ella. En la década de 1990 se dieron a conocer propuestas para la creación de una “Superautopista de la información” que tuviese unas leyes estrictas sobre la propiedad intelectual e incluyese subsidios para la industria de las telecomunicaciones. Se multiplicaron las cartas magnas  y manifiestos que promovían el progreso y las libertades en la nueva era de la información y el conocimiento. De todas ellas se hicieron eco las leyes promulgadas posteriormente en los EE UU  (La Ley de Derechos de autor del Milenio Digital y la Ley de las Telecomunicaciones). Y el modelo Romer de crecimiento se basaba fundamentalmente en la “propiedad intelectual” para monetizar la productividad multiplicada en forma de renta para los inversores (y no de  una bajada de los precios para el consumidor).

Romer describe la ética que opera en la ciencia de un modo distinto al modo en que ésta se aplica en la economía. Para esta, las instituciones son algo más que organizaciones; son también las convenciones e incluso las reglas relativas a los procedimientos. Y es en los derechos de propiedad donde encontramos que esta distinción es nítida, pues la noción de propiedad privada es fundamental para la economía. En cambio en la ciencia, según argumenta Romer, la ética funciona de un modo diferente. Se supone que quien descubre algo (una fórmula o un teorema) no es propietario de la idea sino que esta es compartida al ser publicada. En el ámbito científico, la recompensa llega por el lado de la difusión de las ideas; el prestigio y el respeto mayores corresponden a quien da a conocer la idea por primera vez.

Para Romer la propiedad intelectual vendría a ser una “institución del mercado”, mientras que el conocimiento libre y compartido es una institución característica de la ciencia. Con ello está admitiendo que el “mercado” no es solo el campo en el que se produce la libre interacción sino que, como tal, también está detrás de la creación de un nexo monetario. Así, la "propiedad intelectual" vendría a ser artificialmente creada por el Estado, lo cual Romer admite implícitamente al argumentar que el funcionamiento natural del mecanismo de fijación de precios en el mercado (donde el precio tiende a a un coste de producción marginal) no es el adecuado para devolver los gastos en concepto en I+D. Ello le lleva a argumentar de manera explícita que, para algunos objetivos, la fijación de precios en régimen de monopolio es preferible a tener unos precios determinados por las leyes de la competencia.

El modelo de Paul Romer es esencialmente schumpeteriano en el sentido en que Schumpeter consideraba que el poder del mercado de las corporaciones monopólicas era “progresivo” en tanto que les permitía fijar un precio por encima del coste marginal, de tal manera que la innovación pasaba a ser subvencionada. El esquema de Romer descarta el comportamiento de seguimiento de precios (Price-taking) en un mercado donde exista la competencia; más bien presupone cierta forma del poder de mercado (competencia en régimen de monopolio) mediante el cual las empresas pueden fijar precios para cubrir los costos medios. Romer sostiene que su modelo de crecimiento económico basado en la innovación es incompatible con el comportamiento de seguimiento de precios. Una empresa que haya realizado importantes inversiones en innovación pero que ha vendido sus productos a un coste marginal no podría sobrevivir como seguidora de precios. Por tanto, es necesario que los beneficios de la innovación –-que no rivalizan por su naturaleza-- sean cuando menos susceptibles de ser parcialmente excluidos a través de las leyes de “propiedad intelectual”.

El capitalismo del conocimiento y la teoría de Romer sobre el “nuevo crecimiento” están implícitos en todos los modelos de “capitalismo progresista”, “capitalismo verde” y otros similares que suelen ser explicados por personalidades como Bill Gates, Warren Buffet y el cantante Bono.  








[1] Nick Dyer-Witheford, Cyber-Marx: Cycles and Circuits of Struggle in High-Technology Capitalism (Urbana and Chicago: University of Illinois Press, 1999). pp. 16-17
[2] Rakesh Khurana, From Higher Aims to Hired Hands: The Social Transformation of American Business Schools and the Unfulfilled Promise of Management as a Profession (Princeton and Oxford: Princeton University Press, 2007), p. 56.
[3] Yehouda Shenhav, Manufacturing Rationality: The Engineering Foundations of the Managerial Revolution (Oxford and New York: Oxford University Press, 1999).
[4] Christopher Lasch, The New Radicalism in America (1889-1963): The Intellectual as a Social Type (New York: Vintage Books, 1965), p. 162.
[5] Nick Dyer-Witheford, Cyber-Marx: Cycles and Circuits of Struggle in High-Technology Capitalism (Urbana and Chicago: University of Illinois Press, 1999).
[6] Manuel Castells,The Rise of the Network Society (Blackwell Publishers, 1996), pp. 203-204.
[7] Ronald Bailey, “Post-Scarcity Prophet: Economist Paul Romer on growth, technological change, and an unlimited human future” Reason, December 2001. URL: http://reason.com/archives/2001/12/01/post-scarcity-prophet/

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