Vista de Hong Kong y el Victoria Harbour, Haydn Hsin, Wikimedia |
A medida que se hace más patente el declive del sistema
capitalista, aquejado de una crisis estructural, surgen nuevos estudios sobre
los nuevos modos de organización y producción social regidos por la utopía de
las nuevas tecnologías y su transformación radical de los modos de producción material
y los mecanismos de acumulación de rentas de monopolio. En una era de economía
de mercado poscapitalista, y tras las crisis financieras mundiales ocurridas
en las primeras décadas de nuestro siglo, están haciendo su aparición distintas
respuestas políticas y económicas cuyas teorías son todavía de reciente
aplicación y no han sido aun lo suficientemente estudiadas.
De particular interés resultan los bienes comunales, un a configuración de estos nuevos modos de organización, que a menudo recibe el nombre de “procomún”, voz proveniente
del término inglés the commons, empleado
antiguamente para designar a las clases bajas (de ahí la distinción entre la
Cámara de los comunes y la de los señores, o lores, en el sistema político
inglés); por extensión se entiende que el procomún lo constituyen los bienes públicos
(que no son propiedad exclusiva de alguien), o se refiere también a la utilidad
pública inherente a estos.
Un resumen de las diferentes corrientes y teorías
propuestas a partir del concepto de “tecno utopía” ha sido recientemente
publicado por Kevin Carson, investigador senior de la escuela anarquista del Center for a Stateless Society, en el
blog de la FundaciónP2P, del cual ofrecemos aquí una traducción con las ideas y
propuestas más resaltantes y que según el parecer de Carson pueden ser consideradas o bien utopías auténticas o bien falsificaciones.
* *
Según Nick Dyer-Whitford, la utopía tecnológica desciende
directamente del concepto de “sociedad postindustrial” acuñado como consecuencia de las tesis sobre el fin de las ideologías del sociólogo
estadounidense Daniel Bell en la década de 1960. Bell señalaba que la prosperidad de los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, con la
institucionalización de la negociación colectiva en el ámbito laboral y del
Estado de Bienestar, habían desaparecido los conflictos de la época anterior. La
sociedades industrializadas de Occidente presentaban un modelo socioeconómico
exitoso hacia el que debían converger todos los otros experimentos, incluidos
los del mundo “en vías de desarrollo” y los del “socialismo [real]”. Se
consideraba que esa era la condición para
llegar al “fin de las ideologías”, lo que por lo general significaba
poner fin a cualquier alternativa al capitalismo liberal.[1]
Bell pensaba que en la era postindustrial el conocimiento
sería el “recurso central para la producción de riqueza” en una economía de
servicios en la que prevalecería el trabajo profesional y técnico, en su mayor
parte realizado por científicos, ingenieros y administrativos que constituirían
una nueva clase situada principalmente dentro de las estructuras de Gobierno y
en el ámbito académico, puesto que poseían las destrezas y virtudes intelectuales
requeridas en un entorno de complejidad y tecnificación crecientes. Con ello se
alcanzaría una época de prosperidad e integración racional que nos liberaría de
las carencias materiales, las crisis económicas y el conflicto de clases que
caracterizaron la era industrial. Según esta visión, el conocimiento
sustituiría a la fuerza de trabajo y al capital para erigirse en el factor
principal de la producción, mientras que el conflicto entre trabajador y patrón
sería superado gracias al surgimiento de una nueva clase de profesionales “con
base en el conocimiento más que en la propiedad”. Para la realización de esta
utopía existía, sin embargo, un enemigo: el radicalismo político.
Esta visión fue adoptada casi textualmente, a
finales del siglo veinte, por los ideólogos del movimiento progresista. El
progresismo tiene su origen en una ideología compartida por los gerentes y
profesionales que a finales del siglo XIX administraban cada una de las grandes
instituciones de la sociedad (desde las corporaciones, las agencias reguladoras
y las universidades hasta los gobiernos municipales, los sistemas de educación
pública y las fundaciones), que [según los anarquistas] fueron creadas para el sometimiento
social.
Los primeros gerentes corporativos fueron educados en el
ámbito de la ingeniería industrial. Para ellos, las grandes empresas u
organizaciones debían ser racionalizadas de un modo similar al adoptado en los
procesos de producción de una fábrica (de allí deriva el término “engineering”
en inglés, cuando este alude al enfoque de estandarización y racionalización de
las herramientas, procesos y sistemas en una organización).[2]
Taller de Hewlett Packard en Palo Alto, California. Fuente Wikimedia |
Para los progresistas industriales, cuando los expertos
en alguna materia actuaban de manera desinteresada era posible superar los
conflictos políticos y de clase, de un modo muy parecido al que a su vez propondría
el liberalismo postindustrial. Por entonces, el método de organización del taylorismo y su “gestión
científica” se encontraba en pleno auge como modo de suprimir los conflictos
laborales en las fábricas mediante el empleo de los trabajadores cualificados
como sustitutos de los ingenieros expertos en la dirección del trabajo. Los
ingenieros mecánicos abordaban la agitación laboral y las desavenencias
políticas como si se trataran de una incidencia en la maquinaria, un fallo
técnico que debía superarse con éxito. Para la maquinaria organizativa,
cualquier perturbación en su funcionamiento debía ser vista y elaborada como si
esta fuera una incertidumbre problemática. (Shenhav:1999)[3]. Según
Christopher Lasch, la nueva clase gerencial se propuso abordar los conflictos
con las herramientas de la ingeniería social empleadas por administradores expertos,
liberales y desinteresados, capaces de considerar cualquier problema en su
totalidad, y fundamentalmente, como una cuestión de recursos, los cuales debían
ser adecuadamente asignados y conservados por ellos.[4]
El enfoque profesional de los progresistas industriales
reflejaba “una cultura pragmática en la que los conflictos quedan difuminados cuando
se consigue la resolución de las diferencias ideológicas” (Shenhav). Al igual que
ocurría con los ingenieros industriales décadas más tarde, la posibilidad de
una “lucha de clases” les espantaba, y veían más bien en la “eficiencia” un
medio para alcanzar la armonía social haciendo que el interés del trabajador
coincidiera con el de la empresa. Esta teoría progresista se reforzó con el fin
de las ideologías y el advenimiento de la era postindustrial, la cual será igualmente
aplicada en la formulación de las varias facetas de un capitalismo tecnológico
a partir de la década de 1990.
* *
Las tesis postindustriales de Daniel Bell convergerán, en
la década de 1970, con el surgimiento de las redes de comunicación digital y la
revolución del ordenador personal. De esta época datan los trabajos de Alvin
Toffler y John Naisbett que proclamaban una revolución digital caracterizada
por unas transformaciones sociales sin precedentes. La idea de una información
totalizadora y ubicua como garantía para la difusión de toda clase de
conocimientos hace su aparición como una variante del capitalismo utópico
liberal, que también se aparta del antagonismo de clase. Esta transición hacia
una Tercera Ola del capitalismo de la información (como argumentaba desde su
título el libro de Toffler publicado en 1980) deberá ser pacífica y ofrecer
unos resultados de suma positiva, haciendo que la vieja lucha de clases termine
por tornarse irrelevante (Dyer-Witheford). ¿Pero quién posee la información -–como
recurso creador de riqueza-- de un modo parecido a como se poseen el suelo o
los bienes activos? Para Nick Dyer-Witheford
“la generación de riqueza depende cada vez más de una ‘economía de la
información’ en la que el procesamiento material es sobrepasado o subsumido en el
intercambio y la correspondencia de datos que es propio de la información
digital.[5]
Las tesis postindustriales han sido resumidas por Manuel
Castells del modo siguiente:
- La productividad y el crecimiento tienen su origen en la generación del conocimiento, lo cual se hace extensible a todos los ámbitos de la actividad económica a través del procesamiento de datos.
- Este cambio en la actividad económica comporta pasar de la producción de bienes a la entrega de servicios.
- La nueva economía da una mayor importancia a trabajos para los que se requieren unos conocimientos e información abundantes y en las que las ocupaciones técnicas van en aumento más rápidamente que otras, hasta llegar a constituir el núcleo de la nueva estructura social.[6]
El nuevo sistema de creación de riqueza profetizado por
Toffler se basaba en el intercambio de datos, información y conocimientos, y se
realizaba de un modo mucho más vital y acelerado que en el caso de la riqueza generada
por la tierra o la fuerza de trabajo. Y una vez más, estos conceptos
posindustriales se encuentran en la “Nueva Teoría del Crecimiento” de Paul
Romer: la principal fuente de crecimiento no depende de la simple agregación de
inputs de recursos materiales o de trabajo sino del desarrollo de unas ideas
mejoradas –-replicables sin ninguna limitación-- para conseguir un uso más eficiente de la misma cantidad de recursos y de trabajo.[7]
El problema con todo esto reside en que, en ausencia de
un agente que ejerza coerción, todo aquello que es efímero termina por crear deflación
(puesto que el conocimiento hace que se reduzca el input de los materiales requeridos para la producción). La única manera que existe de transformar esta
mejora de la eficiencia en riqueza (monetaria) es impidiendo que los
competidores puedan difundir estos beneficios, reduciendo los precios de las
cosas y poniéndolas al alcance de todos.
De allí la necesidad de restringir el acceso al
conocimiento si se quiere hacer de este un recurso generador de riqueza (o
capital). El acceso restringido a una propiedad se consigue delimitándola. Es
la única manera en que esta puede generar alguna renta: mediante el pago de
alguna clase de contribución a cambio de acceder a ella. En la década de 1990
se dieron a conocer propuestas para la creación de una “Superautopista de la
información” que tuviese unas leyes estrictas sobre la propiedad intelectual e incluyese subsidios para
la industria de las telecomunicaciones. Se multiplicaron las cartas magnas y manifiestos que promovían el progreso y las
libertades en la nueva era de la información y el conocimiento. De todas
ellas se hicieron eco las leyes promulgadas posteriormente en los EE UU (La Ley de Derechos de autor del Milenio Digital
y la Ley de las Telecomunicaciones). Y el modelo Romer de crecimiento se basaba
fundamentalmente en la “propiedad intelectual” para monetizar la
productividad multiplicada en forma de renta para los inversores (y no de una bajada de los precios para el consumidor).
Romer describe la ética que opera en la ciencia de un
modo distinto al modo en que ésta se aplica en la economía. Para esta, las
instituciones son algo más que organizaciones; son también las convenciones e
incluso las reglas relativas a los procedimientos. Y es en los derechos de
propiedad donde encontramos que esta distinción es nítida, pues la noción de
propiedad privada es fundamental para la economía. En cambio en la ciencia, según
argumenta Romer, la ética funciona de un modo diferente. Se supone que quien
descubre algo (una fórmula o un teorema) no es propietario de la idea sino que esta es compartida al ser publicada. En el ámbito científico, la recompensa llega por el lado de
la difusión de las ideas; el prestigio y el respeto mayores corresponden a
quien da a conocer la idea por primera vez.
Para Romer la propiedad intelectual vendría a ser una
“institución del mercado”, mientras que el conocimiento libre y compartido es
una institución característica de la ciencia. Con ello está admitiendo que el
“mercado” no es solo el campo en el que se produce la libre interacción sino
que, como tal, también está detrás de la creación de un nexo monetario. Así, la "propiedad intelectual" vendría a ser artificialmente creada por el Estado, lo cual Romer admite implícitamente al argumentar que el funcionamiento natural del mecanismo de fijación de precios en el mercado (donde el precio tiende a a un coste de producción marginal) no es el adecuado para devolver los gastos en concepto en I+D. Ello le
lleva a argumentar de manera explícita que, para algunos objetivos, la fijación
de precios en régimen de monopolio es preferible a tener unos precios determinados por
las leyes de la competencia.
El modelo de Paul Romer es esencialmente schumpeteriano
en el sentido en que Schumpeter
consideraba que el poder del mercado de las corporaciones monopólicas era
“progresivo” en tanto que les permitía fijar un precio por encima del coste
marginal, de tal manera que la innovación pasaba a ser subvencionada. El
esquema de Romer descarta el comportamiento de seguimiento de precios (Price-taking)
en un mercado donde exista la competencia; más bien presupone cierta forma del
poder de mercado (competencia en régimen de monopolio) mediante el cual las
empresas pueden fijar precios para cubrir los costos medios. Romer sostiene que
su modelo de crecimiento económico basado en la innovación es incompatible con
el comportamiento de seguimiento de precios. Una empresa que haya realizado
importantes inversiones en innovación pero que ha vendido sus productos a un
coste marginal no podría sobrevivir como seguidora de precios. Por tanto, es
necesario que los beneficios de la innovación –-que no rivalizan por su
naturaleza-- sean cuando menos susceptibles de ser parcialmente excluidos a
través de las leyes de “propiedad intelectual”.
El capitalismo del conocimiento y la teoría de Romer sobre el
“nuevo crecimiento” están implícitos en todos los modelos de “capitalismo
progresista”, “capitalismo verde” y otros similares que suelen ser explicados
por personalidades como Bill Gates, Warren Buffet y el cantante Bono.
[1] Nick
Dyer-Witheford, Cyber-Marx: Cycles and Circuits of Struggle in High-Technology
Capitalism (Urbana
and Chicago: University of Illinois Press, 1999). pp. 16-17
[2] Rakesh Khurana, From
Higher Aims to Hired Hands: The Social Transformation of American Business
Schools and the Unfulfilled Promise of Management as a Profession (Princeton and Oxford: Princeton
University Press, 2007), p. 56.
[3] Yehouda Shenhav, Manufacturing
Rationality: The Engineering Foundations of the Managerial Revolution (Oxford and New York: Oxford
University Press, 1999).
[4] Christopher
Lasch, The New
Radicalism in America (1889-1963): The Intellectual as a Social Type (New York: Vintage Books, 1965), p.
162.
[5] Nick
Dyer-Witheford, Cyber-Marx: Cycles and Circuits of Struggle in High-Technology
Capitalism (Urbana
and Chicago: University of Illinois Press, 1999).
[7] Ronald Bailey,
“Post-Scarcity Prophet: Economist Paul Romer on growth, technological change,
and an unlimited human future” Reason, December 2001. URL: http://reason.com/archives/2001/12/01/post-scarcity-prophet/
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