22 febrero 2011

El arte de la edición











[Foto: el poeta T.S. Eliot, uno de los editores más destacados del siglo pasado]

Una de las ventajas de estar permanentemente conectados al ADSL –desventajas, tiene muchas, pero eso sería tema para otra entrada– es que podemos consultar de manera inmediata los enlaces que nos mandan nuestros compañeros de profesión; es lo que me ocurrió con la sugerencia que recibí a través de la lista del Àgora de Traductors Digitals, mientras hacía una pausa en la traducción de las aburridas actas de la reunión del directorio de un cliente corporativo.

En un artículo de Alex Clark, aparecido el 11 de febrero en el diario británico The Guardian, el autor hace un repaso a las hoy cada vez menos ejercida función de corrector de manuscritos o a la de corrector de pruebas de impresión. Ante un panorama editorial que adopta irremisiblemente el soporte digital, los libros de papel empezarán a ser cada vez más infrecuentes, sin que ello comporte necesariamente la erradicación de los errores de imprenta que en ocasiones arruinan el carácter celebratorio que puede tener el acto de la lectura.

Para Clark, en el mundo editorial son ya cosa del pasado los interminables almuerzos bien regados con bebida y las fiestas donde todo el mundo echaba humo; y se pregunta si también ha pasado a la historia la corrección rigurosa, casi línea a línea, de los libros destinados a ser publicados, como una consecuencia de agresivas y apresuradas políticas de marketing y de ventas.

Al margen de los problemas técnicos que pueden producirse en cualquier proceso de publicación y amargarles la vida a escritores, editores y lectores por igual (cuando éstos pasan inadvertidos y terminan imprimiéndose), Clark se pregunta por “el destino que se reserva al autor cuando su magna obra entra en la cadena de producción editorial. Desde hace años –casi tantos como algunas personas llevan pronosticando la muerte del libro–, se murmura en el mundo editorial que hoy en día los libros sencillamente ya no se editan del modo como solía hacerse; nos referimos tanto a la edición a gran escala que exigía el replanteamiento de una trama, unos personajes o el tono (del lenguaje) como a un nivel más detallista, que asegure la exactitud, por ejemplo, del más mínimo hecho histórico o geográfico. Con ello se sugiere que el tiempo y el esfuerzo que se dedica al libro se han visto contraídos por consideraciones presupuestarias y de personal, porque el mundo editorial contemporáneo se ha desplazado hacia los grandes conglomerados empresariales, y por el mayor énfasis puesto en las campañas de ventas y de marketing, que persiguen el suministro eficiente de productos para un medio minorista que se orienta a la venta de menos títulos, pero en mayores cantidades. Para decirlo a grandes rasgos, se trata de saber si la figura del editor obsesionado con las palabras que, lápiz rojo en mano, estudia minuciosamente un manuscrito, ha dado paso a la del empresario prodigioso, siempre atento a los últimos vaivenes del mercado y más familiarizado con un Tweet que con una metáfora”.

En su reflexión sobre el mundo del libro, Clark señala que cabe especular sobre la naturaleza del texto tal como lo hemos conocido hasta ahora, lo que esperamos del mismo y lo que le exigimos como lectores. Es comprensible, dice, que los lectores dedicados sientan rabia cuando se encuentran con errores gramaticales o de bulto, o faltas ortográficas en un libro que han comprado. Pero si admitimos que hoy en día proliferan toda clase de contenidos generados por los usuarios de Internet y que existe una demanda por verse satisfechos de manera instantánea; no debe sorprendernos que la calidad y la atención en los detalles dejen de ser prioritarias también en esta industria: lo importante es la rapidez y la economía –y éstas terminan relegando el placer del texto a un mero encuentro sexual furtivo, de cabriolas poco memorables con los pantalones o las bragas bajados.

07 febrero 2011

De crisis y soluciones (o cómo los “chicos de Davos” ven otra película global)













Justo cuando se iniciaban en enero las reuniones de los líderes económicos del planeta en la exclusiva ciudad alpina de Davos (Suiza), terminaba yo mi lectura del libro de Susan George, Sus crisis, nuestras soluciones (Icaria editorial, Barcelona, 2010, 271 págs.), un revelador ensayo sobre la gran crisis financiera mundial y de congelación del crédito en la que estamos inmersos desde el año 2008.

Socióloga de formación, estadounidense de nacimiento y francesa de adopción, George es fundadora del Transnational Institute (TNI) y una de las impulsoras de la Tasa Tobin, un impuesto a las transacciones financieras en la economía globalizada y digital del siglo XXI. Junto con algunos economistas y técnicos en comercio internacional de la asociación ATTAC, ha realizado estudios que demuestran la viabilidad de establecer dicha tasa para contribuir al auxilio de la ciudadanía en tiempos de crisis. Solo por esta propuesta, la señora George no es santo de ninguna devoción en los parquets o las cities del mundo de las altas finanzas ni en las corporaciones transnacionales. Desde 1974 ha participado y contribuido en los foros internacionales de lucha contra el hambre y la pobreza en el seno de la ONU, señalando la hipocresía y la inacción que subyacen en los episodios crónicos de desabastecimiento de alimentos en los países del Sur global afectados por sucesivas crisis políticas, económicas o climáticas.
George destaca cómo –paradójicamente– en la fase actual del capitalismo global, sus defensores han hecho buen uso del concepto marxista de hegemonía cultural que fue formulado por Antonio Gramsci en el siglo XIX: un neoliberalismo que propugna la libertad para la innovación financiera sin que ninguna regulación la limite, y el dogma privatizador neoliberal elevado a los altares en la década de 1970 por el economista Milton Friedman en la Universidad de Chicago. Las políticas neoliberales se implantaron gracias a una operación de marketing social de cuya aplicación práctica dieron ejemplo Margaret Thatcher en el Reino Unido y Ronald Reagan y su reaganomics, propugnada durante su presidencia de los EE UU a partir de 1981. Junto con los cambios ideológicos ocurridos tras la caída de la Unión Soviética, George sitúa en el horizonte evolutivo de la civilización planetaria la aparición del llamado “hombre de Davos”:
“Sus ideas son prácticamente las mismas en todas partes. Dado que sigue forzosamente las reglas capitalistas, mantiene la economía en un estado crónico de sobreproducción y no necesita la mayor parte de la mano de obra del mundo. La democracia se interpone en su camino, y si le hace falta arrastrarnos a las miserias del siglo XIX y tiene la libertad para hacerlo, pues eso hará. Si en el proceso destruye la sociedad y el planeta, lástima.”

Para George, además, el servilismo cómplice de los gobiernos del G-20 ha dejado fuera de la gobernanza global a muchos países, lo que les permite a ellos gobernar en nombre de “los chicos de Davos” y de los intereses y directrices de las corporaciones transnacionales. La única esperanza de cambio en este contexto es el de una ciudadanía que se niegue a obedecer y ejerza una presión pública constante que lleve a procesos de transformación; se trata de obligar a los gobiernos a “reinar en el sector privado, especialmente en los conglomerados financieros, y colocar a la gente y el planeta por delante de la acumulación y los beneficios, en un contexto social mucho más cooperativo”. George advierte que la acción local de incidencia política en cada estado es fundamental, por el papel que el estado individual juega en la vida en democracia: –no es posible una democracia por encima del nivel estatal– señala. Y pone como ejemplo el que los ciudadanos europeos no ejerzan hoy casi ningún control sobre las decisiones de la Unión Europea y su arremetida contra los servicios públicos y el Estado de bienestar forjado con mucho esfuerzo tras la II Guerra Mundial. La autora opina que en una economía capitalista, “no se trata de decir si o no al mercado”, sino más bien de centrarse en qué artículos deben ser vendidos o comprados a unos precios con arreglo a la ley de la oferta y la demanda, y cuáles deben ser considerados bienes o servicios comunes o públicos, cuyo precio debería ser fijado en función de su utilidad social.
Al analizar los muros o cárceles que impiden hacer frente a esta gran crisis sistémica del capitalismo, sitúa en primer lugar al muro de las finanzas y señala que la presente crisis se inició cuando “los bancos se hicieron demasiado grandes para fracasar”. Esta crisis se ha llevado por delante a millones de empleos en el mundo, endeudando e hipotecando las pensiones de las personas de a pie para así poder rescatar a las instituciones financieras por sus malos manejos (hasta la primavera de 2009 se llevaban gastados cinco billones de dólares para salvar a los bancos: un cinco seguido de doce ceros). Para alcanzar tamaño descalabro fue crucial el establecimiento de la doctrina neoliberal de la economía de mercado en la vida política. Susan George explica los entresijos del mercado interbancario y permite al lector comprender cómo en la era neoliberal se pasaron por alto las normas de la Ley Glass-Steagall, que separaba la banca comercial de la banca de inversión, vigente en EE UU desde el gobierno de Franklin D. Roosevelt en 1933, en tiempos de la Gran Depresión originada por el crac de la bolsa de 1929.
Con los nuevos mercados financieros surgidos gracias a la desregulación, bancos como JP Morgan y entidades de inversión como Lehman Brothers también empezaron a saltarse a la garrocha los acuerdos del Comité de Supervisión Bancaria de Basilea (Suiza), que establecen que los bancos deben cumplir con el requisito de tener suficiente capital para igualar al menos el 8% de los activos ponderados por riesgo.
Con el beneplácito de la Reserva Federal estadounidense, se cambiaron las reglas del juego, lo que permitió la creación de gigantes corporativos financieros: así nació Citigroup en 1988, de la fusión de Citicorp (sector bancario) y Travelers Group (seguros y títulos). La industria financiera inició una febril campaña de lobby, con 450 millones de dólares gastados en ese concepto y en aportaciones financieras a las campañas electorales de miembros del Congreso, hasta que consiguieron derogar la Ley Glass-Steagall. A partir de entonces, se inventaron unos productos financieros derivados, como sacados del menú de una coctelería que ostentara el rótulo genérico de “vehículos de inversión estructurada” (SIV), en honor de los activos subyacentes en los que se basan. Desde allí hasta la deuda hipotecaria, la burbuja inmobiliaria y la economía de casino que se derrumbó en 2008, no hubo más que un paso para hacernos caer en el abismo, muchas veces con el aval de la agencias calificadoras, vendidas al mejor postor y contribuyendo a la creación de los ya célebres activos tóxicos.
En el segundo capítulo de su libro, Susan George analiza el muro de la pobreza y la desigualdad, para lo cual propone un método novedoso: en lugar de estudiar la pobreza, sería más productivo estudiar la riqueza y a quienes la poseen, generalmente estas riquezas se encuentran depositadas en los paraísos fiscales. Para ello proporciona valiosos enlaces en Internet, como el de la Comisión noruega sobre fuga de capitales desde países en desarrollo.
El tercer capítulo, sobre la crisis de los recursos, está muy bien documentado y es fruto de la amplia experiencia de George en el movimiento de lucha contra el hambre. La crisis de recursos coloca a los alimentos y el agua fuera del alcance de millones de personas en el mundo:
“la comida está justo en la encrucijada de las crisis económica, social y financiera, y procura un ejemplo gráfico de cómo éstas se refuerzan mutuamente. Esto pone de relieve la nueva realidad de la imprevisibilidad de los precios causantes del hambre, que tiene poco o nada que ver con las circunstancias locales”.

George opina que las llamadas soluciones ecológicas como el agrocombustible (etanol para vehículos) son medidas destructivas e ineficientes que a la larga hacen pasar más hambre a la gente, y en cambio argumenta a favor de la soberanía alimentaria que defiende la organización internacional Vía Campesina; el concepto contempla una producción que sea enteramente de carácter local, compatible con economías de escala, que utilice semillas autóctonas y mantenga la biodiversidad, bajo técnicas de cultivo sostenibles que respetan el suelo y los recursos hídricos. Para la autora resulta intolerable que los gobiernos del mundo tomen decisiones políticas sin tener en cuenta las medidas que ya en 1970 y 1980 propugnaba la Asamblea Mundial de los Alimentos. Tres décadas después, el pobre rendimiento agrícola de vastas regiones del planeta como consecuencia de megaproyectos depredadores y desarrollistas es la principal causa de la desnutrición endémica y el hambre que azota a cientos de millones de personas. A pesar de ello, las fracasadas políticas impuestas por el Banco Mundial y el FMI desde la década de 1960 son ahora reemplazadas por los llamados “Nuevos Arreglos Tecnológicos Mejorados” implementados mediante soluciones propuestas por transnacionales de la agroindustria. George vaticina que en África estos proyectos acarrearán una mayor destrucción de las tierras cultivables y alejarán aún más a los pequeños agricultores de la soberanía alimentaria.
El agua es otro recurso que la autora define como el “producto capitalista perfecto” sobre cuyo acceso se observa una creciente desigualdad, en la medida en que se está convirtiendo en una mercancía apetecible para la economía capitalista. Existen en el mundo nueve países grandes del planeta que poseen el 60% de las existencias mundiales de agua dulce disponible (en América del Sur, Brasil y Colombia). Algunos de estos países con economías emergentes, como China, están dilapidando y contaminando irremisiblemente sus fuentes de agua debido a un crecimiento industrial exponencial. Se estima que dos tercios de la población mundial vivirán en el año 2030 en países con tensión hídrica, con una mala distribución entre los sectores de la actividad económica (doméstico, agrícola e industrial), que en muchos países condena a las capas más pobres de la población a no tener agua potable. Y en este contexto, el control de la contaminación hídrica y el reciclado de las aguas residuales se han convertido en un negocio que genera miles de millones para los transnacionales del sector, y para quienes los sectores pobres no son considerados como “usuarios” con capacidad de compra. George además da buenas razones para oponerse a la creciente tendencia a la privatización del tratamiento y distribución del agua. Esta actividad no se beneficia de la competencia, como ocurre con el sector manufacturero o los servicios corrientes; se trata de un “monopolio natural” que no debería ser propiedad de ninguna empresa privada, sino más bien contar con una única autoridad pública supervisora de la red y sus diversos componentes, atendiendo a su eficiencia y a la relación entre coste y beneficio.
Aunque algunos de los pronósticos de este libro tengan un cierto tono apocalíptico, las crecientes desigualdades, aceleradas por la bomba de tiempo demográfica, las crisis climáticas y el derrumbe financiero no permiten ser muy optimista sobre un horizonte inmediato de paz y seguridad a nivel mundial. En su diagnóstico del mundo de las finanzas, hace referencia en tono algo festivo a diversos hallazgos científicos divulgados en la revista New Scientist (por ejemplo, que los niveles de testosterona de los operadores de Wall Street ejercieron su influencia negativa al traicionar la confianza en los negocios y las decisiones financieras de las bolsas), pero no cabe duda que conoce jugosos detalles antropométricos e inmorales de los peces gordos del capitalismo global y los golpes maestros asestados a los poderes públicos de EE UU y a las economías de los que otrora fueron países desarrollados.
Además, acierta en recalcar que la apatía de la ciudadanía puede hacer que avancen y se instituyan unas políticas que nos lleven al abismo: populismo político, abandono de los servicios públicos, blindaje de fronteras frente a oleadas de refugiados por catástrofes medioambientales, conculcación de derechos fundamentales, etc.) En este sentido, la revolución democrática que actualmente protagonizan los países árabes tras décadas de tiranías, indudablemente activada por todos estos componentes negativos, quizás nos sirva de revulsivo para actuar como ciudadanos comprometidos con nuestra realidad local, pero también preocupados por el destino del planeta que legamos a las próximas generaciones.