En mayo de 1961, el diario
londinense The Observer publicó en su
edición dominical un artículo firmado por Peter Benenson, que hacía un llamado
a la amnistía política para las personas encarceladas por sus ideas “en ambos
lados de la Cortina de hierro”. El artículo dio origen a la organización Amnesty International (AI),
que fue registrada inicialmente en Luxemburgo y hoy es el referente mundial en la defensa de
los derechos humanos. En su defensa de los presos de conciencia de 1961, AI apelaba a la libertad de conciencia y expresión, el derecho a un juicio justo y la
ampliación del derecho de asilo y refugio, en una época de nacionalismos
emergentes y en pleno auge del mundo
bipolar surgido tras la II Guerra Mundial. Eran tiempos en que se enfrentaba ideológica
y militarmente el llamado mundo libre de las democracias occidentales con el
proyecto de los países comunistas de alcanzar una sociedad sin clases. A lo largo de estas décadas, la organización
fundada por Benenson no se salvó de ser acusada una y otra vez por sus
detractores de estar financiada por la CIA o la KGB, extremos por supuesto nunca probados.
El diario barcelonés La Vanguardia publicó en su suplemento
cultural nº 494 del pasado mes de diciembre la edición facsimilar del histórico
documento. Lo tomo como una ocasión para hacer una reflexión sobre el
movimiento internacional de derechos humanos, ya bien entrados en el siglo XXI.
A pesar de su diversidad y amplitud (más de tres millones de miembros en 150
países y con una envidiable autonomía económica frente a gobiernos o ideologías
políticas), vemos que en el nuevo escenario de las tecnologías de la información y la
comunicación se ofrecen oportunidades y amenazas para las libertades
fundamentales. Lo hemos visto en países
como Arabia Saudí, donde su gobierno exige, bajo pretexto de la lucha contra el
terrorismo y el crimen, el control de las comunicaciones de mensajería móvil a
través de los proveedores. Algo que solo se comprende en el contexto de las
revoluciones ciudadanas que afectan a países de la región como Egipto, Túnez o Siria y que exigen el fin de las autocracias corruptas en Oriente Medio. Lo mismo
ocurre en China, donde toda protesta o
manifestación por la democracia es sofocada por las autoridades mediante el apagón
de internet y la detención de sus convocantes. El último episodio que se ha
hecho eco en los medios occidentales es el del artista plástico y arquitecto
del estadio olímpico de Pekín, Ai Wei wei, figura prominente en la denuncia de la
represión gubernamental y crítico del régimen del PCCh; las autoridades le impusieron
en 2011 una detención bajo estrecha vigilancia, multándole por millones de
dólares por falsas acusaciones de evasión fiscal. Sin embargo, mediante una campaña
de apoyo al artista por internet, sus 87,000 seguidores en Twitter han
conseguido reunir los millones de yuanes que le exigía el gobierno.
En sus 50 años de actividad en
defensa de los derechos humanos, AI ha jugado un papel clave, con más de 50,000
casos de presos de conciencia dados a conocer por sus campañas. Como casos
emblemáticos, podemos citar su trabajo por la libertad de Nelson Mandela, el
científico ruso Alexander Sajarov, o la líder de la oposición al régimen militar
birmano, Aung San Suu Kyi. Su lucha por la abolición de la pena de muerte ha
logrado que hoy sea un castigo en extinción. También ha colaborado para que
fueran juzgados políticos o caudillos considerados intocables como Augusto Pinochet
o Alberto Fujimori. No contenta con esto, fue implacable con la OTAN, a la que
acusó de crímenes de guerra tras los bombardeos de Yugoslavia en 1999, y abogó
por la creación del Tribunal Penal Internacional. AI ha insistido para que la
ONU apruebe leyes contra la tortura, la discriminación de la mujer o de las personas
pertenecientes a minorías sexuales (GLBT), la desaparición forzada y el comercio
de armas.
Foto de campaña glbt con la cantante transexual Dana International, por Erwin Olaf
Foto de campaña glbt con la cantante transexual Dana International, por Erwin Olaf
El movimiento internacional de
derechos humanos ha contribuido a instituir por fin en nuestro siglo un sistema
de derecho penal internacional,
que es fundamental en el enjuiciamiento y sanción a los crímenes de guerra, la
exterminación de pueblos, o la persecución de colectivos minoritarios en
conflictos armados o por parte de las autoridades en tiempos de paz. Y aunque existe también
un reclamo por reconocer una excepción cultural en la interpretación de los
derechos humanos, no se cuestiona su valor intrínseco o su universalidad, sino
la versión de los mismos que ofrece Occidente desde su tradición democrática
liberal. Sin embargo, en el plano de los derechos individuales, y como quiera
que sean estos interpretados en las diversas acepciones de modernidad, esta
divergencia choca frontalmente ante la exigencia de respeto a las diferencias
en sociedades o sistemas políticos marcados por el fundamentalismo islámico o
el influyente catolicismo ultraconservador. Encontramos un ejemplo lacerante de
tal desencaje en las condenas a muerte de los tribunales islámicos contra las mujeres acusadas de adulterio o los hombres que mantienen relaciones homosexuales;
o la impunidad de los crímenes de odio con móvil homofóbico que persiste en
países como México, Brasil y otros países donde personas influyentes alientan la
violencia contra lesbianas, gay, bisexuales o transexuales desde los medios de
comunicación. En las dos últimas décadas Amnistía ha considerado también presos de conciencia a las personas
encarceladas por motivo de su orientación o identidad sexual.
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