Con motivo de la próxima publicación de su libro, The Digital Party (2018, Pluto Press, Londres), el sociólogo italiano Paolo Gerbaudo escribió el artículo que a continuación ofrecemos en su traducción en español, originalmente aparecido en inglés en Jacobin Magazine.
El retorno del partido
Por Paolo Gerbaudo
Es cosa común señalar que toda época posterior a una quiebra financiera se caracteriza por
el ascenso de los movimientos populistas, tanto de derechas como de izquierdas,
en medio de una tendencia hacia la polarización política. Pero en cambio, se
insiste menos en señalar el retorno del partido como actor principal en la escena política.
En todo Occidente,
y particularmente en Europa, somos testigos de la reaparición del partido
político. Organizaciones tradicionales como el Partido Laborista del Reino
Unido, o de reciente creación, como Podemos en España y La France Insoumise,
han registrado recientemente un crecimiento espectacular y al mismo tiempo han
introducido innovaciones en cuanto a su organización.
La recuperación de
la forma partido es notable, pues la mayoría de sociólogos y politólogos llevaban
años anunciando la pérdida de primacía del partido en el contexto de una
sociedad globalizada y altamente diversificada. En realidad, el actual
resurgimiento de la izquierda ha desmentido estas predicciones, ya que los
partidos no se han visto desplazados por las tecnologías digitales. Más aún, el
activismo político se ha servido de estos avances para desarrollar maneras
innovadoras de atraer a la ciudadanía, aun cuando la forma partido vuelve a ser
considerada como el instrumento fundamental
de la contienda política.
Predicciones sin sustento
Para empezar, y a
juzgar por el creciente número de afiliaciones, los partidos políticos están
experimentando una revitalización que representa un cambio respecto al sostenido descenso de afiliados registrado en los partidos históricos en Europa
desde principios de la década de 1980.
El Partido
Laborista británico está a punto de alcanzar los 600.000 miembros tras haber
descendido hasta los 176.891 en 2007, cuando el liderazgo de Tony Blair llegaba a
su fin. En Francia, el movimiento France Insoumise de Jean-Luc Mélenchon
ya cuenta con 580.000 seguidores, lo cual lo sitúa como el partido más grande
de Francia, a solo dieciocho meses de su fundación. En España, Podemos (fundado
en 2014) cuenta con una afiliacón que ya supera las 500.000 personas, más del doble de
miembros con los que actualmente cuenta el Partido Socialista. Y hasta en los EE.UU., un país que pocas veces
en su historia ha tenido partidos de masas en el sentido europeo del término,
se observa una tendencia similar. Los Socialistas Democráticos de América (DSA
en sus siglas en inglés) constituyen hoy la formación socialista más numerosa
del país, y han alcanzado los 50.000 miembros tras postularse Bernie Sanders para
la nominación del partido Demócrata en 2016.
El espectacular
crecimiento en las listas de afiliación de los partidos de izquierdas — muchos de los
cuales son de reciente formación — contradice de manera concluyente los
pronósticos que muchos politólogos avanzaban hasta fechas recientes. Desde la
década de 1990 hasta el momento inmediatamente anterior a la crisis financiera de
2008, los expertos coincidían en predecir la desaparición definitiva de los
partidos políticos. La creciente apatía electoral y la disminución en el número
de miembros, llevaban a muchos a considerar los partidos políticos como un
tipo de organización obsoleta o, en
otras palabras, una reliquia recurrente del pasado.
En el año 2000,
reconocidos politólogos como Russell Dalton y Martin Wattenberg sostenían que
“hoy existen cada vez más evidencias que apuntan al declive en el papel de los
partidos políticos en el quehacer de las democracias avanzadas de los países
industrializados. Muchos de los partidos más establecidos ven cómo disminuye el
número de sus afiliados, y el público parece mostrarse cada vez más escéptico de la
política partidaria”. Para el académico irlandés Peter Mair, estaríamos viviendo el
final de la "era de la democracia de partidos", pues fenómenos como
el de la volatilidad del electorado y el aumento de un "sentimiento
antipolítico" generalizado apuntarían al debilitamiento de los partidos, según argumentaba.
Mitin del Partido de los trabajadores de Singapur, 2011, Pubic Domain, Wikimedia Commons |
Además de referirse al descenso de las afiliaciones en los partidos de masas históricos, este diagnóstico se inspiraba a menudo en las teorías postmodernas sobre el “fin de la historia”; una profecía que para muchos también significaba que el partido — actor históricamente decisivo en la mayoría de teorías marxistas clásicas — estaba llegando al momento de su desaparición.
En medio del proceso
de diferenciación e individualización extremas de la “sociedad en red”, descrito
por el sociólogo Manuel Castells, existe cada vez más espacio para la autonomía
individual y la flexibilidad. Al parecer, las organizaciones están abandonando
la estructura vertical y piramidal predominante en las organizaciones de la
época industrial para aproximarse al modelo horizontal que es característico de
las redes. Este augurio parecía poco alentador para los partidos políticos,
pues por su propia naturaleza, estos precisan de una estructura de liderazgo
centralizado que asegure la disciplina y la sujeción de las voluntades
individuales a un objetivo común. Por añadidura, existía la percepción de una
crisis en la identificación con los partidos. La identidad de clase dejó de
movilizar a los votantes y los partidos se convirtieron en organizaciones
generalistas de "captura de votos" dondequiera que se pudiese identificar
un espacio en el "mercado electoral".
Es significativo que el Fórum Social Mundial excluyera a los partidos políticos, como si se tratara de entidades obsoletas y moralmente reprochables.
En esta sociología
de extrema complejidad, la individualización y la desintegración de las clases
llevaban aparejado el argumento de la pérdida de importancia del partido en un
mundo globalizado, por la sencilla razón que el estado nación — objetivo y marco operativo tradicional del
partido — iba perdiendo poder en favor
de las instituciones de gobierno mundial. Toni Negri y Michael Hardt, autoproclamados
como pensadores o líderes de opinión "marxianos", celebraron
el paso del estado nación al de imperio global, en términos parecidos a los empleados por Thomas L. Friedman, columnista
del New York Times, quien con entusiasmo lírico ha glosado la inminente victoria
de la globalización sobre las naciones del mundo.
La condición de
global parecía dar preferencia a aquellas clases de organización colectiva que
actúan a nivel transnacional y se centran en "cuestiones
individuales": las protestas en red, los movimientos sociales, las organizaciones
benéficas y las oenegés. Es significativo que el Fórum Social Mundial, la cita
más importante del movimiento antiglobalización, excluyera de manera explícita
a los partidos políticos, como si se tratara no solo de entidades obsoletas
sino también moralmente reprochables.
Sospechas dirigidas hacia los partidos
Como consecuencia
de las distorsiones autoritarias de la forma partido ocurridas a lo largo del
siglo XX, se conformó un poderoso sentimiento anti-partido que ha definido la
educación política de las últimas generaciones de activistas de izquierda.
El nazismo y el
estalinismo demostraron hasta qué punto el partido podía transformarse en una
cruel maquinaria empeñada en manipular a sus miembros y exigirles obediencia
absoluta. El cine y la literatura nos han dejado vívidas descripciones sobre los
malignos efectos psicológicos y políticos derivados de la obediencia al partido,
tal como lo ejemplifican el abominable Partido Nazi de Hitler o las persecuciones
y juicios públicos organizados por los partidos comunistas del bloque
soviético, tal como quedó dramatizado en El cero y el infinito de Artur
Koestler. También otros "partidos de masas" socialdemócratas, de
carácter más benigno, provocaron una desilusión general.
Carnet de miembro del PC de Smolensk, 1988, Public Domain, Wikimedia Commons |
Emblema del Partido Nazi - NSDAP, 1933-1945, Public Domain, Wikimedia Commons |
Pero lo
problemático residía en la manera en que a esta justificada crítica se sumaba
un antiguo resentimiento liberal hacia el partido, lo cual era sustentado por una “demofobia” o miedo a las masas
organizadas y a sus demandas de control democrático y redistribución económica.
Este discurso
liberal tiene una larga historia que se remonta a los orígenes de la democracia
moderna. Personalidades tan diferentes como James Madison, Moisey Ostrogorski,
John Stuart Mill, Ralph Waldo Emerson y Simone Weil se mostraron muy críticas
con el partido político. Los partidos eran objeto de sus ataques porque estos
sometían a los individuos con criterios de uniformidad y obediencia,
argumentando que en lugar de servir al interés general de la sociedad estos terminaban
defendiendo los estrechos intereses de una facción minoritaria.
Es bien conocido, por
ejemplo, el argumento de Emerson: "una secta o un partido es una forma
elegante del anonimato, ideado con el fin de ahorrarle a los hombres la
molestia de pensar”. Por su parte, la pensadora anarquista cristiana Simone
Weil argumentó que los partidos políticos conducían a situaciones en que, “en
lugar de pensar, las personas simplemente toman partido a favor o en contra.
Esta elección es sustitutiva del acto de pensar”.
En tiempos de
neoliberalismo, esta preocupación por la libertad individual circula nuevamente
bajo la forma del elogio del espíritu emprendedor y las fuerzas espontáneas del
mercado desregulado en las que cualquier forma de organización colectiva es vista
como un falso obstáculo. Friedrich Hayek, considerado como el filósofo más
importante del “pensamiento único” neoliberal, declara en La constitución de
la libertad su escepticismo acerca del
orden creado (taxis) y su confianza en el orden espontáneo (kosmos)
de la sociedad, siendo este último modelado por las actividades de “libre
intercambio” que supuestamente se producen en el mercado.
Al igual que el estado, el partido político queda así representado como un grisáceo Leviatán burocrático que es responsable del debilitamiento de la libertad, la expresión legítima, la tolerancia y el diálogo. Lamentablemente, este pensamiento único fue inconscientemente absorbido por los movimientos antiautoritarios surgidos tras las protestas estudiantiles de 1968, pues en nombre de la autonomía y la expresión individual o personal, estos imitaban a los neoliberales en su denuncia de las organizaciones colectivas y sus respectivas burocracias.
Al igual que el estado, el partido político queda así representado como un grisáceo Leviatán burocrático que es responsable del debilitamiento de la libertad, la expresión legítima, la tolerancia y el diálogo. Lamentablemente, este pensamiento único fue inconscientemente absorbido por los movimientos antiautoritarios surgidos tras las protestas estudiantiles de 1968, pues en nombre de la autonomía y la expresión individual o personal, estos imitaban a los neoliberales en su denuncia de las organizaciones colectivas y sus respectivas burocracias.
La ideología neoliberal ha facilitado la conversión de los viejos partidos de masas de la era industrial en nuevos “partidos líquidos”.
Resulta irónico que
gran parte del desagrado que manifiesta la gente hoy en día por los partidos
políticos se deba a la ideología neoliberal y a la manera en que ésta facilitó
entre 1990 y 2010 la conversión de los viejos partidos de masas de la era
industrial en nuevos “partidos líquidos” al estilo de los “partidos de
compromisarios o profesionales” en los Estados Unidos. Estos partidos, cuyo
cinismo ha sido reflejado para la imaginación pública en series de televisión
como House of Cards y The Thick of it, han sustituido a los viejos apparatchiks por los gabinetes
de prensa, y a los cuadros de dirigentes por las encuestadoras de opinión y las
consultorías en comunicación.
Es así como
personas adscritas a las ideologías más diversas, que recriminan a los partidos
políticos en general, podrían estar pensando en clases de partidos muy distintas
al hacerlo. Sin embargo, el denominador común de todas ellas es la idea de que
la forma partido es, en sí misma, intrínsecamente disfuncional.
Organización de las masas populares
Cabe entonces
preguntarse por qué se produce hoy el retorno al partido, pese a todas las
críticas vertidas sobre éste.
El resurgimiento observado
en años recientes por autores como Jodi Dean, es el reflejo del imperativo
político de la forma partido, particularmente fundamental en tiempos de crisis
económica y desigualdad creciente. El partido político constituye una
estructura organizativa que aglutina a las clases populares y les permite
cuestionar la concentración de poder de las grandes fortunas y los oligopolios
económicos; es decir, el cuestionamiento es un desafío dirigido a los mismos agentes
que se han servido de la crisis financiera para imponer una espectacular
transferencia de riqueza en su propio favor.
Mientras los partidos vuelven a estar en auge, según lo demuestra el creciente número de afiliaciones, no ocurre lo mismo con los sindicatos.
Las décadas transcurridas
bajo la doctrina neoliberal han convencido a muchas personas de que sus
necesidades materiales podían ser satisfechas gracias al esfuerzo individual,
el espíritu emprendedor y la competencia entre personas en virtud de un
supuesto sistema meritocrático. Sin embargo, el capitalismo financiero se ha
mostrado incapaz de crear bienestar económico, y por esta razón, muchas
personas están convencidas de que sus intereses podrán prosperar solo si
vuelven a reunirse y organizarse bajo la forma de una asociación política.
Esta reacción ante
las dificultades económicas es casi instintiva, y sirve para demostrar el
continuo papel del partido como medio por el cual la unidad de clase puede materializar
la voluntad colectiva hasta convertirse en fuerza política. Ciertamente, ésta
es la interpretación que la tradición marxista ha sostenido por largo tiempo; desde
el análisis de Karl Marx y Friedrich Engels en El manifiesto comunista hasta
los postulados de Lenin sobre el partido de vanguardia, las ideas de Antonio
Gramsci sobre el ‘príncipe moderno’ en sus Cuadernos desde la prisión y,
por supuesto, las reflexiones de Nicos Poulantzas en Poder político y clases
sociales en el Estado capitalista. Aun cuando el partido leninista de
vanguardia y el partido socialdemócrata de masas ofrecían caminos distintos
para la realización de esta misión, ambos terminaron creando una enorme
burocracia para ocuparse de la tarea de “centralizar, organizar y disciplinar”
a la masa de sus seguidores, según Gramsci.
Robert Michels, uno
de los primeros téoricos del partido moderno, atacó a esta burocracia por estar
en el origen de la “ley de hierro de la oligarquía”. No obstante, sostenía que
el surgimiento de una burocracia reflejaba una necesidad imperiosa de conseguir
la organización de las masas. “La organización, basada en el principio de
realización del menor esfuerzo, o lo que es lo mismo, de la mayor economía de
esfuerzos posible, constituye el arma del débil contra el fuerte”. El partido
es, pues, un “conglomerado estructural” que ofrece a sus miembros la
posibilidad de amalgamar fuerzas y superar el aislamiento que, en palabras de
Nicos Poulantzas, es lo que define la experiencia de los trabajadores cuando se
ven constantemente desarticulados por la política de “dividir para vencer” promovida
por el Capital y el Estado.
Si bien la
burguesía se encuentra atravesada por muchas líneas divisorias (por ejemplo,
las divisiones entre capital comercial, industrial y financiero), esta tiene
más capacidad para reunirse dado que conforma un grupo mucho más pequeño en
número y posee y decide el acceso a espacios de agregación social como las
marinas deportivas, los clubes de golf, las logias masónicas y los clubes de
rotarios, sin olvidar los enlaces de sangre celebrados mediante matrimonios
entre familias. Enfrentados a esta fuerza opositora tan compacta, los partidos
políticos constituyen “las armas de los débiles”.
Para el sociólogo
estadounidense Anson D. Morse, los partidos representan la manera de “convertir
a muchos en uno”, pues aglutinan unas fuerzas que de otro modo permanecerían
dispersas, con el fin último de plantear un desafío considerable a la
concentración de poder económico. Es por esta razón que las élites liberales
siempre han desdeñado los partidos; incluso la pequeña burguesía se ha mostrado
desconfiada ante estos por temor a verse sometida a una estructura organizativa
(encadrement) con la consiguiente pérdida de su autonomía individual,
según sostiene el sociólogo francés Maurice Duverger.
Hoy vivimos en una
economía digital que divide y aísla a los trabajadores a través de la
subcontratación, los recortes de personal y la supervisión remota mediante el
algoritmo, políticas abiertamente practicadas por Uber y Amazon, por poner dos
ejemplos. En este nuevo contexto, la necesidad de contar con un partido que
actúe como un “conglomerado estructural” capaz de aglutinar la fuerza de muchos
individuos aislados resulta más importante que nunca. Ello queda corroborado
por el hecho que mientras los partidos vuelven a estar en auge, según lo
demuestra el creciente número de afiliaciones, no ocurre lo mismo con los
sindicatos y otras formas tradicionales de organización popular.
En la era posterior
a la debacle financiera, los partidos políticos deben ocuparse de las funciones
propias de la representación política que hoy vuelven a cobrar importancia.
Pero, al parecer, también deben compensar el que otras formas de representación
social hayan perdido capacidad de interlocución para dar voz a los intereses de
los trabajadores y obtener concesiones de las empresas.
La experiencia y las pautas de la vida diaria en el siglo XXI han conducido a un esfuerzo de innovación de la forma partido.
En definitiva, no
debería sorprendernos que en tiempos marcados por una absurda desigualdad
social y un individualismo rampante, el partido anuncie su retorno con espíritu
de venganza. Es evidente que el ‘príncipe
hipermoderno’ (para diferenciarlo del “príncipe moderno” descrito por Gramsci)
dista mucho de ser el partido burocrático de la era industrial, a pesar de parecerse
en sus intentos por construir espacios de participación de masas. Como se observa
en partidos de reciente creación como Podemos y France Insoumise, las organizaciones políticas emergentes suelen
contar con una mínima y ágil estructura directiva central que las acerca al modelo operativo lean (austero) propio de las empresas emergentes de la economía
digital.
Estas formaciones
prefieren autodenominarse ‘movimientos’ debido a que, para la izquierda, el partido político sigue
teniendo connotaciones negativas. Y sin embargo, estos
movimientos son, en última instancia, partidos políticos. Y son mejor
comprendidos si se les considera como un esfuerzo de innovación de la forma
partido y de adaptación a las circunstancias actuales; en éstas, la experiencia
y las pautas de la vida diaria son marcadamente distintas de aquellas
observadas durante el surgimiento del partido de masas de la era industrial. Emergen
en un contexto en el que las sucursales locales, los directivos y el complejo
sistema de delegados, típico de los partidos socialistas y comunistas, han
perdido su eficacia.
Los activistas
intentan hacer frente a este desafío empleando una variedad de herramientas
digitales que incluyen las participación on-line basada en el sistema de “una persona, un voto”,
mediante el cual todos los miembros registrados participan en la toma de
decisiones a través de la conexión y la participación en Internet. Tal como he
descrito en [mi libro], The Digital Party: Political Organisation and OnlineDemocracy (Partidos políticos.
Organización politica y democracia on-line), se está produciendo un
debate acalorado, tanto dentro como fuera de estas formaciones, sobre si puede
ser considerada como una mejora el pasar de una “democracia por delegación” a
una democracia directa on-line. Es verdad que estas organizaciones se
están alejando de “la ley de hierro de la oligarquía” denunciada por Michels,
pero también se están dando de bruces con un
“plebiscitarismo” digital que es igualmente problemático y viene
acompañado de un liderazgo carismático, una suerte de “hiperliderazgo” ejercido
por las altas instancias.
Sin embargo, esta
transformación organizativa, en su conjunto, debería ser acogida como un audaz
intento por revivir la forma partido. Esto es particularmente cierto en una
época en que es muy necesario sumar las clases populares mediante un agente
político común, a fin de recomponer una correlación de fuerzas que hoy se sitúa
abrumadoramente a favor de las élites económicas. Abordar este objetivo
estratégico conlleva polémicas cuestiones de poder y organización interna largo
tiempo evadidas por el activismo de izquierdas.
Al contrario de lo que algunos dijeron al entrar en el nuevo milenio, no existe manera de “cambiar el mundo sin tomar el poder”. Y no existe manera de tomar el poder y cambiar el mundo sin reconstruir y transformar los partidos políticos.
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