27 noviembre 2018

Partidos políticos en la era digital



Con motivo de la próxima publicación de su libro, The Digital Party (2018, Pluto Press, Londres), el sociólogo italiano Paolo Gerbaudo escribió el artículo que a continuación ofrecemos en su traducción en español, originalmente aparecido en inglés en Jacobin Magazine.

 

 

 

 

               El retorno del partido


Por Paolo Gerbaudo

Es cosa común señalar que toda época posterior a una quiebra financiera se caracteriza por el ascenso de los movimientos populistas, tanto de derechas como de izquierdas, en medio de una tendencia hacia la polarización política. Pero en cambio, se insiste menos en señalar el retorno del partido como actor principal en la escena política.

En todo Occidente, y particularmente en Europa, somos testigos de la reaparición del partido político. Organizaciones tradicionales como el Partido Laborista del Reino Unido, o de reciente creación, como Podemos en España y La France Insoumise, han registrado recientemente un crecimiento espectacular y al mismo tiempo han introducido innovaciones en cuanto a su organización.

La recuperación de la forma partido es notable, pues la mayoría de sociólogos y politólogos llevaban años anunciando la pérdida de primacía del partido en el contexto de una sociedad globalizada y altamente diversificada. En realidad, el actual resurgimiento de la izquierda ha desmentido estas predicciones, ya que los partidos no se han visto desplazados por las tecnologías digitales. Más aún, el activismo político se ha servido de estos avances para desarrollar maneras innovadoras de atraer a la ciudadanía, aun cuando la forma partido vuelve a ser considerada como el instrumento fundamental  de la contienda política.

Predicciones sin sustento

Para empezar, y a juzgar por el creciente número de afiliaciones, los partidos políticos están experimentando una revitalización que representa un cambio respecto al sostenido descenso de afiliados registrado en los partidos históricos en Europa desde principios de la década de 1980. 

El Partido Laborista británico está a punto de alcanzar los 600.000 miembros tras haber descendido hasta los 176.891 en 2007, cuando el liderazgo de Tony Blair llegaba a su fin. En Francia, el movimiento France Insoumise de Jean-Luc Mélenchon ya cuenta con 580.000 seguidores, lo cual lo sitúa como el partido más grande de Francia, a solo dieciocho meses de su fundación. En España, Podemos (fundado en 2014) cuenta con una afiliacón que ya supera las 500.000 personas, más del doble de miembros con los que actualmente cuenta el Partido Socialista. Y hasta en los EE.UU., un país que pocas veces en su historia ha tenido partidos de masas en el sentido europeo del término, se observa una tendencia similar. Los Socialistas Democráticos de América (DSA en sus siglas en inglés) constituyen hoy la formación socialista más numerosa del país, y han alcanzado los 50.000 miembros tras postularse Bernie Sanders para la nominación del partido Demócrata en 2016.

El espectacular crecimiento en las listas de afiliación de los partidos de izquierdas — muchos de los cuales son de reciente formación — contradice de manera concluyente los pronósticos que muchos politólogos avanzaban hasta fechas recientes. Desde la década de 1990 hasta el momento inmediatamente anterior a la crisis financiera de 2008, los expertos coincidían en predecir la desaparición definitiva de los partidos políticos. La creciente apatía electoral y la disminución en el número de miembros, llevaban a muchos a considerar los partidos políticos como un tipo de organización obsoleta o, en otras palabras, una reliquia recurrente del pasado. 

En el año 2000, reconocidos politólogos como Russell Dalton y Martin Wattenberg sostenían que “hoy existen cada vez más evidencias que apuntan al declive en el papel de los partidos políticos en el quehacer de las democracias avanzadas de los países industrializados. Muchos de los partidos más establecidos ven cómo disminuye el número de sus afiliados, y el público parece mostrarse cada vez más escéptico de la política partidaria”. Para el académico irlandés Peter Mair, estaríamos viviendo el final de la "era de la democracia de partidos", pues fenómenos como el de la volatilidad del electorado y el aumento de un "sentimiento antipolítico" generalizado apuntarían al debilitamiento de los partidos, según argumentaba.

Mitin del Partido de los trabajadores de Singapur, 2011, Pubic Domain, Wikimedia Commons

Además de referirse al descenso de las afiliaciones en los partidos de masas históricos, este diagnóstico se inspiraba a menudo en las teorías postmodernas sobre el “fin de la historia”; una profecía que para muchos también significaba que el partido — actor históricamente decisivo en la mayoría de teorías marxistas clásicas — estaba llegando al momento de su desaparición.

En medio del proceso de diferenciación e individualización extremas de la “sociedad en red”, descrito por el sociólogo Manuel Castells, existe cada vez más espacio para la autonomía individual y la flexibilidad. Al parecer, las organizaciones están abandonando la estructura vertical y piramidal predominante en las organizaciones de la época industrial para aproximarse al modelo horizontal que es característico de las redes. Este augurio parecía poco alentador para los partidos políticos, pues por su propia naturaleza, estos precisan de una estructura de liderazgo centralizado que asegure la disciplina y la sujeción de las voluntades individuales a un objetivo común. Por añadidura, existía la percepción de una crisis en la identificación con los partidos. La identidad de clase dejó de movilizar a los votantes y los partidos se convirtieron en organizaciones generalistas de "captura de votos" dondequiera que se pudiese identificar un espacio en el "mercado electoral".


Es significativo que el Fórum Social Mundial excluyera a los partidos políticos, como si se tratara de entidades obsoletas y moralmente reprochables.

En esta sociología de extrema complejidad, la individualización y la desintegración de las clases llevaban aparejado el argumento de la pérdida de importancia del partido en un mundo globalizado, por la sencilla razón que el estado nación  — objetivo y marco operativo tradicional del partido —  iba perdiendo poder en favor de las instituciones de gobierno mundial. Toni Negri y Michael Hardt, autoproclamados como pensadores o líderes de opinión "marxianos", celebraron el paso del estado nación al de imperio global, en términos parecidos  a los empleados por Thomas L. Friedman, columnista del New York Times, quien con entusiasmo lírico ha glosado la inminente victoria de la globalización sobre las naciones del mundo.

La condición de global parecía dar preferencia a aquellas clases de organización colectiva que actúan a nivel transnacional y se centran en "cuestiones individuales": las protestas en red, los movimientos sociales, las organizaciones benéficas y las oenegés. Es significativo que el Fórum Social Mundial, la cita más importante del movimiento antiglobalización, excluyera de manera explícita a los partidos políticos, como si se tratara no solo de entidades obsoletas sino también moralmente reprochables.

Sospechas dirigidas hacia los partidos

Como consecuencia de las distorsiones autoritarias de la forma partido ocurridas a lo largo del siglo XX, se conformó un poderoso sentimiento anti-partido que ha definido la educación política de las últimas generaciones de activistas de izquierda.

El nazismo y el estalinismo demostraron hasta qué punto el partido podía transformarse en una cruel maquinaria empeñada en manipular a sus miembros y exigirles obediencia absoluta. El cine y la literatura nos han dejado vívidas descripciones sobre los malignos efectos psicológicos y políticos derivados de la obediencia al partido, tal como lo ejemplifican el abominable Partido Nazi de Hitler o las persecuciones y juicios públicos organizados por los partidos comunistas del bloque soviético, tal como quedó dramatizado en El cero y el infinito de Artur Koestler. También otros "partidos de masas" socialdemócratas, de carácter más benigno, provocaron una desilusión general.

Carnet de miembro del PC de Smolensk, 1988, Public Domain, Wikimedia Commons
Emblema del Partido Nazi - NSDAP, 1933-1945, Public Domain, Wikimedia Commons


Pero lo problemático residía en la manera en que a esta justificada crítica se sumaba un antiguo resentimiento liberal hacia el partido, lo cual era sustentado  por una “demofobia” o miedo a las masas organizadas y a sus demandas de control democrático y redistribución económica.

Este discurso liberal tiene una larga historia que se remonta a los orígenes de la democracia moderna. Personalidades tan diferentes como James Madison, Moisey Ostrogorski, John Stuart Mill, Ralph Waldo Emerson y Simone Weil se mostraron muy críticas con el partido político. Los partidos eran objeto de sus ataques porque estos sometían a los individuos con criterios de uniformidad y obediencia, argumentando que en lugar de servir al interés general de la sociedad estos terminaban defendiendo los estrechos intereses de una facción minoritaria. 

Es bien conocido, por ejemplo, el argumento de Emerson: "una secta o un partido es una forma elegante del anonimato, ideado con el fin de ahorrarle a los hombres la molestia de pensar”. Por su parte, la pensadora anarquista cristiana Simone Weil argumentó que los partidos políticos conducían a situaciones en que, “en lugar de pensar, las personas simplemente toman partido a favor o en contra. Esta elección es sustitutiva del acto de pensar”.

En tiempos de neoliberalismo, esta preocupación por la libertad individual circula nuevamente bajo la forma del elogio del espíritu emprendedor y las fuerzas espontáneas del mercado desregulado en las que cualquier forma de organización colectiva es vista como un falso obstáculo. Friedrich Hayek, considerado como el filósofo más importante del “pensamiento único” neoliberal, declara en La constitución de la libertad  su escepticismo acerca del orden creado (taxis) y su confianza en el orden espontáneo (kosmos) de la sociedad, siendo este último modelado por las actividades de “libre intercambio” que supuestamente se producen en el mercado.

Al igual que el estado, el partido político queda así representado como un grisáceo Leviatán burocrático que es responsable del debilitamiento de la libertad, la expresión legítima, la tolerancia y el diálogo. Lamentablemente, este pensamiento único fue inconscientemente absorbido por los movimientos antiautoritarios surgidos tras las protestas estudiantiles de 1968, pues en nombre de la autonomía y la expresión individual o personal, estos imitaban a los neoliberales en su denuncia de las organizaciones colectivas y sus respectivas burocracias. 

La ideología neoliberal ha facilitado la conversión de los viejos partidos de masas de la era industrial en nuevos “partidos líquidos”.

Resulta irónico que gran parte del desagrado que manifiesta la gente hoy en día por los partidos políticos se deba a la ideología neoliberal y a la manera en que ésta facilitó entre 1990 y 2010 la conversión de los viejos partidos de masas de la era industrial en nuevos “partidos líquidos” al estilo de los “partidos de compromisarios o profesionales” en los Estados Unidos. Estos partidos, cuyo cinismo ha sido reflejado para la imaginación pública en series de televisión como House of Cards y The Thick of it, han sustituido a los viejos apparatchiks por los gabinetes de prensa, y a los cuadros de dirigentes por las encuestadoras de opinión y las consultorías en comunicación.

Es así como personas adscritas a las ideologías más diversas, que recriminan a los partidos políticos en general, podrían estar pensando en clases de partidos muy distintas al hacerlo. Sin embargo, el denominador común de todas ellas es la idea de que la forma partido es, en sí misma, intrínsecamente disfuncional.

Organización de las masas populares

Cabe entonces preguntarse por qué se produce hoy el retorno al partido, pese a todas las críticas vertidas sobre éste.

El resurgimiento observado en años recientes por autores como Jodi Dean, es el reflejo del imperativo político de la forma partido, particularmente fundamental en tiempos de crisis económica y desigualdad creciente. El partido político constituye una estructura organizativa que aglutina a las clases populares y les permite cuestionar la concentración de poder de las grandes fortunas y los oligopolios económicos; es decir, el cuestionamiento es un desafío dirigido a los mismos agentes que se han servido de la crisis financiera para imponer una espectacular transferencia de riqueza en su propio favor. 


 Mientras los partidos vuelven a estar en auge, según lo demuestra el creciente número de afiliaciones, no ocurre lo mismo con los sindicatos.

Las décadas transcurridas bajo la doctrina neoliberal han convencido a muchas personas de que sus necesidades materiales podían ser satisfechas gracias al esfuerzo individual, el espíritu emprendedor y la competencia entre personas en virtud de un supuesto sistema meritocrático. Sin embargo, el capitalismo financiero se ha mostrado incapaz de crear bienestar económico, y por esta razón, muchas personas están convencidas de que sus intereses podrán prosperar solo si vuelven a reunirse y organizarse bajo la forma de una asociación política.

Esta reacción ante las dificultades económicas es casi instintiva, y sirve para demostrar el continuo papel del partido como medio por el cual la unidad de clase puede materializar la voluntad colectiva hasta convertirse en fuerza política. Ciertamente, ésta es la interpretación que la tradición marxista ha sostenido por largo tiempo; desde el análisis de Karl Marx y Friedrich Engels en El manifiesto comunista hasta los postulados de Lenin sobre el partido de vanguardia, las ideas de Antonio Gramsci sobre el ‘príncipe moderno’ en sus Cuadernos desde la prisión y, por supuesto, las reflexiones de Nicos Poulantzas en Poder político y clases sociales en el Estado capitalista. Aun cuando el partido leninista de vanguardia y el partido socialdemócrata de masas ofrecían caminos distintos para la realización de esta misión, ambos terminaron creando una enorme burocracia para ocuparse de la tarea de “centralizar, organizar y disciplinar” a la masa de sus seguidores, según Gramsci.

Robert Michels, uno de los primeros téoricos del partido moderno, atacó a esta burocracia por estar en el origen de la “ley de hierro de la oligarquía”. No obstante, sostenía que el surgimiento de una burocracia reflejaba una necesidad imperiosa de conseguir la organización de las masas. “La organización, basada en el principio de realización del menor esfuerzo, o lo que es lo mismo, de la mayor economía de esfuerzos posible, constituye el arma del débil contra el fuerte”. El partido es, pues, un “conglomerado estructural” que ofrece a sus miembros la posibilidad de amalgamar fuerzas y superar el aislamiento que, en palabras de Nicos Poulantzas, es lo que define la experiencia de los trabajadores cuando se ven constantemente desarticulados por la política de “dividir para vencer” promovida por el Capital y el Estado. 

Si bien la burguesía se encuentra atravesada por muchas líneas divisorias (por ejemplo, las divisiones entre capital comercial, industrial y financiero), esta tiene más capacidad para reunirse dado que conforma un grupo mucho más pequeño en número y posee y decide el acceso a espacios de agregación social como las marinas deportivas, los clubes de golf, las logias masónicas y los clubes de rotarios, sin olvidar los enlaces de sangre celebrados mediante matrimonios entre familias. Enfrentados a esta fuerza opositora tan compacta, los partidos políticos constituyen “las armas de los débiles”.

Para el sociólogo estadounidense Anson D. Morse, los partidos representan la manera de “convertir a muchos en uno”, pues aglutinan unas fuerzas que de otro modo permanecerían dispersas, con el fin último de plantear un desafío considerable a la concentración de poder económico. Es por esta razón que las élites liberales siempre han desdeñado los partidos; incluso la pequeña burguesía se ha mostrado desconfiada ante estos por temor a verse sometida a una estructura organizativa (encadrement) con la consiguiente pérdida de su autonomía individual, según sostiene el sociólogo francés Maurice Duverger. 

Hoy vivimos en una economía digital que divide y aísla a los trabajadores a través de la subcontratación, los recortes de personal y la supervisión remota mediante el algoritmo, políticas abiertamente practicadas por Uber y Amazon, por poner dos ejemplos. En este nuevo contexto, la necesidad de contar con un partido que actúe como un “conglomerado estructural” capaz de aglutinar la fuerza de muchos individuos aislados resulta más importante que nunca. Ello queda corroborado por el hecho que mientras los partidos vuelven a estar en auge, según lo demuestra el creciente número de afiliaciones, no ocurre lo mismo con los sindicatos y otras formas tradicionales de organización popular.

En la era posterior a la debacle financiera, los partidos políticos deben ocuparse de las funciones propias de la representación política que hoy vuelven a cobrar importancia. Pero, al parecer, también deben compensar el que otras formas de representación social hayan perdido capacidad de interlocución para dar voz a los intereses de los trabajadores y obtener concesiones de las empresas. 


La experiencia y las pautas de la vida diaria en el siglo XXI han conducido a un esfuerzo de innovación de la forma partido. 

En definitiva, no debería sorprendernos que en tiempos marcados por una absurda desigualdad social y un individualismo rampante, el partido anuncie su retorno con espíritu de venganza. Es evidente que el  ‘príncipe hipermoderno’ (para diferenciarlo del “príncipe moderno” descrito por Gramsci) dista mucho de ser el partido burocrático de la era industrial, a pesar de parecerse en sus intentos por construir espacios de participación de masas. Como se observa en partidos de reciente creación como Podemos y France Insoumise, las organizaciones políticas emergentes suelen contar con una mínima y ágil estructura directiva central que las acerca  al modelo operativo lean (austero) propio de las empresas emergentes de la economía digital.

Estas formaciones prefieren autodenominarse ‘movimientos’ debido a que, para la izquierda, el partido político sigue teniendo connotaciones negativas. Y sin embargo, estos movimientos son, en última instancia, partidos políticos. Y son mejor comprendidos si se les considera como un esfuerzo de innovación de la forma partido y de adaptación a las circunstancias actuales; en éstas, la experiencia y las pautas de la vida diaria son marcadamente distintas de aquellas observadas durante el surgimiento del partido de masas de la era industrial. Emergen en un contexto en el que las sucursales locales, los directivos y el complejo sistema de delegados, típico de los partidos socialistas y comunistas, han perdido su eficacia. 

Los activistas intentan hacer frente a este desafío empleando una variedad de herramientas digitales que incluyen las participación on-line  basada en el sistema de “una persona, un voto”, mediante el cual todos los miembros registrados participan en la toma de decisiones a través de la conexión y la participación en Internet. Tal como he descrito en [mi libro], The Digital Party: Political Organisation and OnlineDemocracy (Partidos políticos. Organización politica y democracia on-line), se está produciendo un debate acalorado, tanto dentro como fuera de estas formaciones, sobre si puede ser considerada como una mejora el pasar de una “democracia por delegación” a una democracia directa on-line. Es verdad que estas organizaciones se están alejando de “la ley de hierro de la oligarquía” denunciada por Michels, pero también se están dando de bruces con un  “plebiscitarismo” digital que es igualmente problemático y viene acompañado de un liderazgo carismático, una suerte de “hiperliderazgo” ejercido por las altas instancias. 

Sin embargo, esta transformación organizativa, en su conjunto, debería ser acogida como un audaz intento por revivir la forma partido. Esto es particularmente cierto en una época en que es muy necesario sumar las clases populares mediante un agente político común, a fin de recomponer una correlación de fuerzas que hoy se sitúa abrumadoramente a favor de las élites económicas. Abordar este objetivo estratégico conlleva polémicas cuestiones de poder y organización interna largo tiempo evadidas por el activismo de izquierdas.

Al contrario de lo que algunos dijeron al entrar en el nuevo milenio, no existe manera de “cambiar el mundo sin tomar el poder”. Y no existe manera de tomar el poder y cambiar el mundo sin reconstruir y transformar los partidos políticos.

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